marzo 17, 2020

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Daniel Utrilla ›   Dekomeron ›  


El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 4)

Por la mañana circuló entre los autores la imagen, vista en twitter, de un cocodrilo nadando en los canales de Venecia. Galocha sugirió que se trataba de un montaje, pero la imagen era demasiado poderosa para dejarla escapar y el coro de autores decidió que ese cocodrilo era real, porque en tiempos apocalípticos los animales aparecen siempre fuera de lugar, como ocurrió con los leones y elefantes que se escaparon del zoo de Belgrado durante el bombardeo nazi de la segunda guerra mundial, y si había cocodrilos en Venecia, razonaron, bien podría haber ahora mismo rinocerontes y osos polares caminando por la Gran Vía madrileña, ballenas monstruosas en la ría de Bilbao y avestruces en el tranvía de Barcelona.

Aquellas imágenes le recordaron a Álvaro uno de sus fragmentos favoritos de Mata a tus ídolos, de Luc Sante, en los que el escritor belga describe un paisaje alucinado del Nueva York de los años 70

magnolios creciendo entre las grietas del asfalto, estanques y arroyos formándose en manzanas elevadas y abriéndose camino despacio hacia la costa, animales salvajes regresando tras siglos de exilio


A la hora de los cuentos, Daniel Utrilla alzó despacio su chupito de vodka y anunció con voz lúgubre:

— Os habéis olvidado de las ratas.

 

 

CAPÍTULO 4: LA RATA
DANIEL UTRILLA

 

Camaradas todos,

Hoy he venido a hablaros de señales. En concreto de dos señales bien frescas que traigo aquí para vosotros, una de Moscú y otra de San Petersburgo, para que las analicemos, las exprimamos como sapos de aquelarre y les saquemos todo su jugo y su juego. Toda su magia. Las señales siempre están ahí, como los pedruscos de Marte que, según como se mire, tienen forma de Mickey Mouse o de monstruo del lago Ness. Todo depende del observador. Lo singular de las señales es que son de naturaleza ficticia y física a la vez. O sea, viven fuera y dentro de nuestra mente, unidas por el finísimo hilo de la obsesión. Son proyecciones del subconsciente, que diría Jung. Él las llamaba sincronías. Hace tiempo que dejé de sorprenderme. Sencillamente aparecen. Tengo científica y poéticamente demostrado que si uno se pasa el tiempo suficiente pensando, por ejemplo, en moscas, detectará con el telescopio constelaciones aladas de seis patas y acabará viéndolas hasta en la sopa (las moscas, no las constelaciones). Hasta ahí la teoría. Ahora vamos a la práctica.

La primera señal que os traigo se materializó en el pasillo de mi apartamento moscovita el pasado 13 de marzo, horas antes de partir en tren hacia San Petersburgo (desde donde he sido convocado a este ring del DeKOmerón). Era ya medianoche, me estaba quitando las botas en el pasillo (un pasillo cuadrado con hechuras de habitación), cuando la señal salió de mi habitación con andares confiados y se escondió detrás de un colchón que hay apoyado en una pared. Era una rata. Efectivamente. Una rata del tamaño de un triceratops de goma dura 'made in China'. Fue como ver la peste. Era la peste negra que golpeó Florencia en 1348 e inspiró a Boccacio el retiro que ahora remedamos aquí (y esto lo pensé horas antes de que Emilio Sánchez Mediavilla me sugiriera participar en el reto: superposición de señales). En otras palabras, sugestionado como estaba por las noticias que me llegaban de España, la visión del pasillo fue la proyección de mi miedo atávico a la peste, a la de antes y a la de ahora, que se materializó en forma de rata, símbolo por excelencia de las plagas medievales. “El milenarismo va a llegar...”, decía Fernando Arrabal hace treinta años en aquella puesta en escena televisada bien puesto de anís. Y ahora yo veía cómo aquel milenarismo invocado por el surrealista se me metía hasta la cocina con paso tranquilo. Para más inri, 2020 es el año chino de la rata. ¿Qué más pruebas astrológicas necesitáis? Hasta aquí la señal, pero como se trata de pasar el rato (de pasar la rata), os cuento lo que pasó a continuación. Me quedé paralizado, que es lo que produce el miedo y la visión de roedores pestilentes de más de 300 gramos de peso. Antes de perderse detrás del colchón, la rata caminaba con aire adiposo y chulesco, como ajena al peso de su símbolo. Mi primer impulso aguerrido fue atrincherarme en el salón sin mirar, por puro repelús, si me perseguía el hediondo enemigo. Cerré la puerta y eché mano a lo que tenía más a mano: la vuvuzela que me trajo mi amigo Alberto de Sudáfrica en 2010, objeto festivo que se trocó de súbito en una macabra trompeta del Apocalipsis. Me sentí esquinado en mi propia casa, en la esquina de Europa, un poco como en el cuento 'Casa tomada' de Julio Cortázar, en el que una fuerza invisible se extiende en el interior de una casa y acaba despachando a los inquilinos, en un efecto diametralmente opuesto al del virus que ahora nos confina. ¿Pero cómo demonios se mata una rata?, me pregunté. Hemingway explica en uno de sus cuentos africanos que no conviene disparar a los búfalos en la cabeza cuando te embisten, porque las balas rebotan en la cornamenta frontal que protege sus cerebros (“Solo se le puede disparar a la nariz.[...]. Una vez han recibido un disparo se ponen hechos una furia. No intente ninguna filigrana”). Bien, maestro, todo esto es muy útil, ¿pero que hacemos con las ratas que nos atacan de frente si no tenemos escopeta en casa? ¿Dónde hay que golpearlas? ¿En la nariz también? ¿Y si se mete por el hueco de la vuvuzela, que hacemos? ¿Soplar? Hemigway no dejo escrito nada al respecto. El flautista de Hamelin tampoco, que yo sepa.

En una maniobra tan audaz como suicida, salí a los pocos minutos del salón con la vuvuzela en ristre y me adentré en la cocina, dispuesto a reconquistar una plaza estratégica que, amén de eventual tatami de una incierta lucha a muerte. No estaba la rata. “No las hay”, mascullé para mis adentros, repitiéndome una frase del protagonista de 'Las ratas', de Miguel Delibes, un cazador que las ensarta con un hierro para combatir el hambre de posguerra. “No las hay”, es una de esas frases que se te pegan como un cachorrillo en la primera lectura y ya te acompañan toda la vida sin saber muy bien por qué. “No las hay”, me digo en alto a veces cuando abro mi nevera moscovita y veo que se acabaron las obleas de las empanadillas. Con sereno pacifismo tolstoyano y asco atroz, dejé la vuvuzela a un lado y decidí tener un único gesto diplomático con mi enemigo (“lo coges o lo dejas”): abrí la portezuela de la basura (el único lugar de donde pudo haber salido la bestia) y me fui a San Petersburgo con los cuentos peterburgueses de Gógol en el bolsillo, confiando en que el roedor infernal volviera por donde vino, de la misma forma que la nariz escindida del colegiado Kovaliov se reúne por si sola con el rostro del susodicho al final del más popular relato gogoliano.

 

San Petersburgo fue la primera ciudad rusa que conocí, allá por 1998. Es la ciudad menos rusa de las ciudades rusas y tiene mucho de espejismo, con sus insignes fachadas barrocas que ocultan patios enormes y cochambrosos. Un insospechado sol primaveral me recibió en la estación, poniendo la guinda al aura ensoñadora de la ciudad de Pedro I. Lo primero que hice nada más llegar, fue meterme en un café de la legendaria avenida Nevski y empezar a leer el cuento 'La avenida Nevski' (“Nada hay tan hermoso como la avenida Nevski, por lo menos en San Petersburgo”), generando un interesante juego de espejos entre el siglo XIX y el XXI (donde Gógol veía jóvenes apuestos agasajando a bellas damiselas de capa y sombrero, yo veía hombres-anuncio disfrazados de cebra, con la felpa ennegrecida por la polución, dando abrazos a diestro y siniestro a los viandantes).

Y allí, dentro del café, mientra saboreaba un cruasán relleno de crema de mora, sentí la fina dentellada de la memoria involuntaria en mi oreja. En el interior de la cafetería sonaba la canción 'Yellow submarine' de los Beatles. Y sin poder remediarlo, mi memoria se hundió como un batiscafo hasta profundidades opacas y abisales. Me vi a mí mismo saliendo de un edificio gris de San Petersburgo una mañana gris de hace veinte años, con veinte veces menos gris que ahora, en el instante en que me asaltó una señal auditiva que había olvidado y que ahora salía a flote atraída por el estímulo. Aquella señal nunca se la conté a nadie (hasta ahora), porque siempre me pareció irreal, como la propia San Petersburgo. La canción de los Beatles abrió un compartimento estanco de mi memoria que estaba cerrado a cal y canto: el recuerdo del accidente del submarino nuclear ruso Kursk que costó la vida a 118 hombres tras la explosión de un torpedo durante unas maniobras en el mar de Barents, en agosto de 2000. Aquella fue una de mis primeras coberturas para el diario El Mundo como corresponsal en Rusia.

En medio del café, mecido por la alegre cantinela (“We all live in a yellow submarine, yellow submarine, yellow submarine...”), levanté la mirada del libro de Gógol, y reviví el preciso instante en que hace casi veinte años, salía de un departamento urbano de la Flota del Norte en San Petersburgo, después de entrevistar a viudas de los marinos muertos en el accidente. La mayoría de los tripulantes del Kursk eran oriundos de San Petersburgo y acudí a la antigua capital de los zares para hablar con los familiares y las viudas de los muertos, esposas jovencísimas que se deshacían en lágrimas en medio de la entrevista. Salí con el alma muerta, mi grabadora convertida en una esponja de lloros y me metí ofuscado en el primer taxi que paró. El coche arrancó, el conductor puso la radio  y el irreverente “We all live in a yellow submarine...” me taladró los oídos. Me pareció la sincronía cruel, una burlona carcajada del cosmos. O del Joker. A diferencia de la rata, esta señal revivida no significa nada. Es un guiño que establece un puente entre dos universos. De aquel departamento donde entrevisté a las viudas salí con una maqueta del submarino Kursk, un oscuro cilindro de unos 40 centímetros que alguien me dio y que conservo como una reliquia. Groso modo, creo que que mide lo mismo que la rata.

Confieso que hasta el último momento he dudado si debía compartir con vosotros estas dos señales, la de la rata y la del submarino, o sí debía optar mejor por narrar alguna lección vital ejemplar extraída de mi oscura y breve etapa de árbitro de fútbol en categorías infernales. Finalmente, decidí que sí, aunque debo confesar que fue otra señal, una tercera señal, la que me animó a hacerlo. Ocurrió hace un rato, cuando me metí en Twitter y me fijé que un usuario de Ciudad de México que se presenta como TraTra había dado 'me gusta' a una foto del horizonte de San Petersburgo que tomé desde un tejado, con las cúpulas doradas aflorando sin pudor entre techumbres oxidadas como bulbos de una patata olvidada y desde donde se distinguía uno de los apartamentos que habitó Dostoyevski. Sin saber muy bien por qué, pinché en el perfil de aquel usuario desconocido (@MCHedgehog_), que se presenta con las palabras “Medievalismo”, “Música Antigua” y “Paisajes”, y  reparé de inmediato en la foto de su perfil, una especie de dibujo alegórico medieval con cuatro ratas remando en un bote. Era la señal definitiva de que debía hablaros hoy de todo esto, pese al riesgo de contravenir la esencia de este foro, concebido como un cortafuegos frente a la peste. Si os fijáis bien, la rata que va sentada detrás del todo es más grande que las demás, como si marcara el ritmo en una carrera de remos. ¿Habrá ratas en los submarinos? Yo creo que no. “No las hay”.

 

Sigue leyendo el capítulo 5

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Daniel Utrilla es autor de A Moscú sin Kaláshnikov

Historias de amor

Aunque en realidad somos un poco más de olvidar las fechas importantes que de recorrer las calles con una rosa entre manos, nos sumamos al despliegue pirotécnico en torno a San Valentín. Hay dos razones para que escribamos este post. La primera es que nos preguntábamos por la imagen del amor que hay en nuestros libros. Ha sido como sentar a la editorial en un diván. La segunda es, lisa y llanamente, que queríamos escribir un post con el mismo título que una canción de OBK. Porque sí. Quizás los que nos merecemos pasar por un diván seamos nosotros. Como sea, ahí van algunas historias de amor presentes en nuestros títulos. Ver artículo completo →