El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 3)

Los escritores del K.O. se fueron a la cama con la punzada erótica del cuento de Mar Abad. De lo que sucedió a continuación en las alcobas no podemos dar testimonio, no por falta de curiosidad sino por ignorancia. Un editor no es un narrador omnisciente.

A la mañana siguiente, los más madrugadores se encontraron a Artur Galocha en la cocina acariciando la taza de café con esa mirada lunática y geométrica que tienen los diseñadores cuando ejecutan una idea. Sobre la mesa de la cocina, dibujado con volutas de alfajores de dulce de leche, posos de café y suspiros de pimentón picante de la vera, encontraron el siguiente escudo heráldico,

 

La obra fue muy celebrada por todos los presentes, pero la euforia por la pintura se fue derritiendo a lo largo del día, a medida que los autores caminaban hasta el castaño del jardín en busca de wifi y de noticias de la peste. Pasaron la tarde compartiendo las nuevas que cada uno de ellos había recopilado y del relato que entre todos compusieron, nacido de la fragmentación agónica de twitter, hubo espacio para los malentendidos cómicos: alguien dijo que los perros tenían más libertad de movimiento que los niños, y todos rieron ruidosamente con el malentendido.

Por la noche, después de cenar, volvió la preocupación y la desgana. Nadie se atrevía a decirlo en voz alta, pero casi todos hubiesen preferido volver debajo del castaño en busca de nuevas noticias. Sabían que esa adicción maniática era nociva para su espíritu, pero no sabían cómo combatir ese influjo eléctrico y demoniaco.

Fue entonces cuando Enrique Ballester empezó a tatarear una extraña melodía. Sentado en un taburete de bar —que nadie sabía de dónde había sacado—, su aspecto de monologuista tímido pareció acariciar los nervios de los allí reunidos.

—¿Os suena esta canción?

Los más veteranos sonrieron; los más jóvenes negaron con la cabeza.

—Bien, dejadme que os cuente la siguiente historia:

 

 

CAPÍTULO TRES: LA SEMILLA DEL FANATISMO
ENRIQUE BALLESTER
De cómo las dulces acronías de los noventa llevaron a un padre a entender a su hija (y casi a la cárcel)

 

El curso pasado, en una tarde de aburrimiento en YouTube, le enseñé a mi hija Delia unos videoclips de Bom Bom Chip. Recordaréis a Bom Bom Chip, supongo: tres niñas y dos niños que cantaban y bailaban sin miedo alguno a la muerte, siempre a tope con la vida y la vitamina. No los confundáis con La Onda Vaselina, que la vida es un tránsito de La Onda Vaselina a La Sonda Vaselina, pero este es otro tema y lo dejo para otro día, que prefiero no pensar qué hacían, cuando les cambiaba la voz, con los pobres chicos de La Onda Vaselina. Nosotros fuimos de Bom Bom Chip, y el caso es que aquella tarde tonta planté sin querer en Delia una semilla. Eso que te despistas un poco, pasa una semana y mi hija, saltando de video recomendado a video recomendado, había mutado en fanática.

La única fan viva y niña. Delia memorizó las canciones de Bom Bom Chip, recitaba las letras y calcaba las coreografías. Veía en bucle sus apariciones televisivas, porque grabaron un programa y hasta una película, que no tardó en convertirse en su preferida. Delia no entendía además que esas personas ya no eran niños sino mayores, como su padre más o menos, no le cabía eso en la cabeza. Seguía perfeccionando los bailes, hablaba de conocer a Rebeca, la más pequeña y su favorita. Era evidente que algo no iba a bien y yo hice entonces lo que se esperaba de mí. Le empecé a comprar discos de segunda mano para que perdiera el tiempo con ellos al llegar de clase, porque lo primero es siempre la educación de mi hija.

Pasó lo que tenía que pasar. Lo esperado: la afición de mi hija se expandió entre sus amigas. Bailaban en el patio. Llevó un disco a clase y lo pusieron una tarde. Bailaron delante del resto. Se creó un comando de hinchas de Bom Bom Chip. El libreto con las letras de las canciones era la Biblia. Llevó asimismo un disco a las clases de danza y se plantaron hasta que se lo dejaron bailar, en un entrañable acto de rebeldía. También ocurrió lo inesperado: descubrí en los créditos de una canción que la letra era de Isabel Coixet. Tiré luego de Google para comprobar que se encargaba de los videoclips, y su novio de la música. Este apunte me daba cierto respaldo, algo de cuajo moral, cuando exponía el tema conversando con mis amigos.

Delia seguía a lo suyo, difuminada la noción del tiempo en una dulce anacronía. En su mente, Shakira y Bad Gyal ya eran cosas del pasado. Lo actual era Bom Bom Chip. Su música, su ropa, sus expresiones. Las canciones la representaban, explicaban sus movidas. Empezó a hablar como una niña de los años noventa, así que por fin nos entendíamos. Todo iba bien hasta que entró a Instagram sin avisar, desde mi cuenta y con mi móvil, y eso que no revisó mis mensajes privados, que esa es otra historia ya casi propia de La Sonda Vaselina. Pasa que escribió #bombomchip en el buscador y empezó a darle al corazón a todas las fotos que encontraba, y no fueron pocas, y no fue solo ese día. Yo me enteré pasado un tiempo y fui borrando tanto corazón gratuito a fotos de niños por si actuaba la fiscalía. Aún más: buceando en la etiqueta, Delia había encontrado la cuenta de Rebeca, su preferida, que evidentemente ya no era una niña. Rebeca debió de entrar a su Instagram y vio que un tal Enrique Ballester, o sea, yo, había dado me gustas a todas sus fotos. Sin discriminar, lo mismo daba que saliera de adulta como que saliera de niña. Respondí “desmegustando” todos los corazones a toda prisa, pero supongo que llegaría tarde. He vuelto a entrar para escribir esto y se ha puesto el candado. No la culpo. La comprendo. El ridículo es mío.

Han pasado solo unos meses de aquello y mi hija, que tiene ocho años, ya habla de Bom Bom Chip como de una de esas cosas que le gustaban “cuando era pequeña”. Esta gente vive a toda prisa. En su clase igual ya ni se acuerdan. Quizá ya nunca vuelva a escuchar otro disco leyendo las letras en el libreto. Delia habla como una niña de ahora, así que a menudo no nos entendemos. Los gustos van y vienen, pero mi ridículo permanece.

 

 Sigue leyendo el capítulo 4

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Enrique Ballester es autor de Infrafútbol y Barraca y tangana.