noviembre 15, 2018

0 comentarios

Helen Garner ›  


Sobre La casa de los lamentos, de Helen Garner

El pasado jueves presentamos La casa de los lamentos en la librería Ramon Llull de Valencia. Somos incapaces de recrear el magnífico ambiente que se formó, pero aquí os dejamos algunas reflexiones que compartimos.

Helen Garner, la autora del libro, posee un vasto dominio de la literatura. De vez en cuando, durante su lectura te asaltan resonancias de los más celebrados. Leamos la siguiente frase de Chéjov:

No digas que uno de tus personajes está triste: sácalo a la calle y haz que vea un charco en el que se refleje la luna.

Y, ahora, leamos esta de Helen Garner en su libro Historias reales:

Cerramos las partituras con suspiros triunfales. Uno mira por la ventana y ve una luna grande y pálida levantándose entre los árboles.

Sus resonancias literarias no son lo único que la distingue como periodista: también su hábil manejo de la primera persona.

Al ser preguntado por el efecto más nocivo del Nuevo periodismo, Tom Wolfe respondió que el abuso de la primera persona del singular. Y usó como ejemplo -cosa honrada- la primera frase de su El coqueto aerodinámico rocanrol color caramelo de ron:

La primera vez que vi coches personalizados...

Cuando la emplea, Helen Garner no solo está hablando de sí misma:

En mi cabeza sonaba un estruendo de incógnitas. No era la opinión de una experta, nada rebuscado ni intelectual. Solo un detector de mierda que se había activado, eso era todo. La alarma de una mujer que llevaba más de sesenta años en este mundo escuchando a los hombres, a veces decir verdades, a veces contar mentiras (La casa de los lamentos).

Quizás sea por aquello que menciona la revista The New Yorker en su perfil de la autora: "La obra de Garner insiste constantemente en la conexión entre escribir sobre la vida y comprenderla". O quizás sea, sencillamente, porque para conocer el mundo de afuera debemos conocer el propio.

Cuando elogiamos a una persona, en realidad nos estamos definiendo. Por eso, usaré el elogio de Helen Garner al documentalista Claude Lanzmann para referirme el comedimiento con el que la australiana aborda la escritura:

No hay en el mundo nadie con menos ganas que él de decir la última palabra. No sabría explicar cuánto lo admiro.

Los periodistas muchas veces nos vemos tentados a buscar la máxima redondez en nuestros escritos. Es una tentación poderosa, aunque casi siempre nos aboca al uso de esquemas prefabricados y de clichés narrativos. Veamos lo que decía Bobby Rupp, la última persona, aparte de los asesinos, que vio con vida a los Clutter, la familia que tristemente protagoniza A sangre fría:

Capote pone cosas allí que para la gente puede ser una buena lectura, pero los que estuvieron realmente involucrados saben que exageró un poquito… Me puso como una especie de gran estrella atlética y en realidad sólo soy un jugador medio de baloncesto de pueblo.

En La habitación de invitados, Helen Garner deja pasar tranquilamente una oportunidad magnífica de escribir un relato grandioso sobre la amistad: se limita a describirnos la amistad con su profusión de altibajos, de sentimientos encontrados.

 

Una extraña forma de vértigo

En La casa de los lamentos, Helen Garner nos cuenta un caso terrible. Copio el primer párrafo de la sinopsis que redactamos para su contraportada:

El 4 de septiembre de 2005, cuando se celebraba el Día del Padre, el coche que conducía Robert Farquharson, un limpiador de cristales con una vida ordinaria, se salió de la carretera y se hundió en una balsa con sus tres hijos dentro. Él logró alcanzar la orilla y salvarse; sus hijos, de diez, siete y dos años, no lo consiguieron.

Helen Garner reconstruye el proceso judicial que siguió al caso para determinar si Robert Farquharson sufrió un desmayo al volante -como él argumentaba- o si lo hizo como venganza porque su exmujer se había separado de él y estaba comenzando una relación con otro hombre.

La historia guarda parecidos con la que cuenta Leslie Jamison en "Los chicos perdidos", una de las historias de su El anzuelo del diablo. En ese caso, tres niños aparecen muertos y otros tres niños son encerrados aunque sin pruebas concluyentes. Sobre aquello, reflexiona Jamison:

Nunca podré saber la verdad. Nadie puede saberla, a no ser ellos mismos y la persona que lo hizo, si es que está ahí fuera. Me siento dividida ante una verdad de la que no puedo estar segura. Es una extraña forma de vértigo: convicción afectiva frente a incertidumbre espistemológica.

En La casa de los lamentos, Helen Garner convierte esa "extraña forma de vértigo" en una cautivadora fuerza narrativa. En un momento del libro se pregunta:

¿Qué pasaría si la inocencia o la culpabilidad de Farquharson fuese un misterio fuera de nuestro alcance?

La australiana escribe que la no ficción es "más general y superficial" que la ficción, pero ella se las arregla para extraer pedazos de la realidad y mantenernos en vilo como en las mejores novelas.

Desde cierto ángulo, La casa de los lamentos es un libro de 302 páginas que transcurre entre las cuatro paredes de un tribunal. Ya puedes escribir buenas descripciones y usar bien los adjetivos, como hace ella, para que esas cuatro paredes no se caigan sobre tus pobres lectores.

Que la trama se desarrolle en un tribunal no es una elección casual, sino un desafío narrativo, una reflexión sobre la verdad y un monumento a la duda.

Los tribunales son lugares donde los hechos pierden el adjetivo de "presuntos" y adquieren el marchamo de "verdaderos". Y resulta que en este proceso, además de los hechos en sí, intervienen el cansancio de los jurados, la templanza de los interrogados, la ferocidad de los abogados, las normas procesales...

Aunque decir que el libro transcurre en las paredes de un tribunal sería detenerse en la superficie: la obra también se desarrolla en nuestras cabezas.

Una infinidad de hombres declararon, angustiados y llenos de rabia, que aquello no podía haber sido un accidente, que un padre que quiere a sus hijos nunca saldría del coche y se alejaría nadando. Haría todo lo posible por salvarlos, y si no lo conseguía se hundiría con ellos. Muy pocos eran los que, tras este tipo de declaraciones, hacían una pausa y añadían en voz baja: "Por lo menos, así es como confío en que actuaría yo".

La última frase aún resuena en nuestras cabezas como una puerta abierta por la ventolera.