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El nombre de Calomarde pertenece a los más oscuro, abyecto y olvidable de la historia. Frente a la fuerza de un Rasputín o de un Hoover, que pueden ser personajes históricos equivalentes, Calomarde se ha quedado en un chiste. No es tan raro, en un país que tiende a contarse más como comedia que como tragedia, pero da pena tanto desaprovechamiento. Alguien que podría haber sido un Shylock ibérico o una Lady Macbeth: el que susurra a los oídos de los príncipes, el que conspira de madrugada para estrangular a sus enemigos, el que apuñala a su amo mientras le ofrece, obsequioso, la patita. Claro que tampoco fue eso exactamente, porque el príncipe al que susurraba, el terrible Fernando VII, no era un cándido con el seso sorbido. Digamos que Calomarde fue más cómplice útil de un criminal que instigador de crímenes. Un brazo ejecutor, el que mandaba en lo que los periodistas de hoy llamarían las cloacas del Estado. Fue, de hecho, el primer capo de esas cloacas, que él mismo inauguró - antes, casi no había ni Estado en España, como para tener cloacas -.
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