El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 7)

Nadie dijo nada, pero el relato de June dejó en el aire una duda inquietante. Es solo un cuento, intentaron consolarse.

Para oxigenar la noche, un puñado de Hooligans Ilustrados introdujo el fútbol en la conversación. Marta San Miguel fue categórica: habría que suspender la temporada y empezar el próximo año de cero. De esa manera, razonó sonriendo, el Racing de Santander, colista de segunda cuando llegó la peste, se salvaría del descenso. Siguió un pequeño alboroto.

—Si os soy sincera —zanjó Marta— yo hubiese preferido tener un futbolín para pasar las noches: me encanta ver a periodistas pasar por debajo de la mesa.

Tenía un brillo furioso en los ojos. Tensó los nudillos, como si estuviera calentando para echar una partida, hizo en al aire el gesto de meter una moneda en una ranura, golpeó dos veces una bola imaginaria en el canto de la mesa de la cocina, y lanzó su historia sobre los allí presentes:


 

EL CUADERNO DE RICK
MARTA SAN MIGUEL
De cómo la felicidad está en la resta

 

La primera vez que metió el papel en el bolsillo de mi traje, le dio dos golpes secos a la altura del pecho y me estiró la solapa. Supe enseguida que aquello era una advertencia más que un encargo. Luego me ordenó firmar aquí y aquí. ¿Te gusta?, dijo mirándome de arriba abajo. Asentí, y él volvió a ponerme dos dedos en la sien: después de cada trabajo, tenía que quemarlo. Con ácido, gasolina, lo que me diera la gana. Lo tenía que pulverizar. Llegarían dos trajes más la semana siguiente. No te voy a dejar en bolas. Luego cerró su cuaderno y se marchó dando un chasquido con la lengua como el que hacen los vaqueros de los western para ponerse a galopar.  

 

Cada lunes desde entonces es la misma rutina. Rick llama a mi puerta a las seis menos diez de la mañana y abre su cuaderno, arranca la hoja y la mete en mi bolsillo con la impagable sensación de que me necesita. Es lo que me gusta de Rick, que vuelve todo coherente. Mi vida ahora tiene una lógica que antes no tenía. Soy un ejecutor del bien a las órdenes de un papel que lleva escrito el nombre de alguien subrayado, y debajo, lo que a ese alguien le sobra. A estas alturas, he leído nombres de hombres, mujeres, adolescentes, ancianos; ricos, inmigrantes, vagabundos, snobs. Ellos no son conscientes aún de lo que va a pasarles, de la suerte que tienen por haberse cruzado en algún momento de su vida con Rick, y cuando se lo intento explicar no lo entienden, y tartamudean. Tropiezan y rompen cosas. Muchos tan siquiera entienden la palabra fariseo, a pesar de llamar a dios mientras gatean. Y se caen. Torpes.  

Siempre me ha dado asco la torpeza ajena. Rick lo dice a menudo, que el asco es una emoción natural que nadie experimenta con libertad porque está mal vista. Y eso no es bueno. Hay que dejarlo salir. Hay que sentir. Hay que sentirlo todo, hasta lo que avergüenza. Somos miserables. Y la miseria aporta verdad, nos completa. A mí me dan asco los cuerpos obesos en la playa y también los que se ríen enseñando el paladar. Me dan asco los que te hablan sin mirar, los que huelen mal y las viejas con prisa. Me da asco tocar la barra del vagón del Metro cuando está caliente porque ahí se agarran los peores, los que anhelan como perros atados, aunque no sean perros ni estén atados. Por eso trabajo para Rick, porque entre los dos hemos descubierto la manera de abrir sus jaulas.

Rick tiene un don: cuando habla con cualquiera, inmediatamente sabe qué es lo que le sobra para ser feliz. En el fondo se trata de eso, de quitar, no de conquistar, ni de añadir o poner. La felicidad está en la resta. Cuando me lo contó, pensé que era un chiflado. Hasta que me quitó lo que me sobraba, y entonces comprendí. A veces Rick necesita minutos, otras veces es cuestión de semanas, pero su diagnóstico nunca falla. Rick tiene ese don, pero sin mí, ese don sería como un autobús sin puertas.

Una vez le pregunté cómo se decidía por uno u otro paciente (los llamamos así, pacientes) y me dijo que era una cuestión de observar con paciencia, porque los gestos son en realidad un esfuerzo por disimular lo que somos. Tarde o temprano lo descubría y entonces programaba la limpieza. Recuerdo que el paciente que atendí en mi primer caso era un periodista al que le quité su fuente, su reloj, a su amante y el coche. Al parecer tardó casi tres años en volver a trabajar, un ataque de ansiedad que evolucionó en episodios de suicidio. Pero eso ya pasó. Desde que se incorporó disfruta de un renovado prestigio por no seguir el dictado del político que le soplaba informaciones; ha vuelto a escribir a mano y más lento, y usa el reloj de siempre, no el que cuenta los pasos, a pesar de que ahora camine más. Su mujer y él decidieron separarse, pero comen juntos a diario y pasan algunas noches juntos, me dijo Rick, como si a esas alturas fuera necesario convencerme de que nuestro trabajo era más bien una misión.

Si hubiera podido decirle todo eso al periodista cuando le puse la pistola en las pelotas, no se hubiera meado en el aparcamiento subterráneo donde quedaba para follar con su querida. Qué asco me da el miedo, el miedo huele a calzoncillo sudado. Todos huelen igual. Todos dicen lo mismo cuando me estoy llevando lo que pone en la lista. Coge lo que quieras, pero no me hagas daño. Y suplican con las babas colgando, densas como medusas. Si supieran que estoy ahí para hacerles un favor. Intenté explicárselo, pero un hombre llorando de rodillas no tiene credibilidad. Por el coche me dieron un buen pellizco. A ella la metí en un barco rumbo a Francia, donde siempre quiso ir, aunque fuera magullada. Me costó deshacerme de aquel primer traje.   

Lo malo de mi trabajo es el olor, las manchas de sangre, de semen y de todo tipo de jugos humanos innombrables. A veces paso varias horas en la ducha y no logro quitarme ciertos olores. Cuando actúo siempre huele así, a calzoncillo mojado, a saliva seca, a polvo de talco en genitales, como cuando me llevé a aquel jubilado a rastras y su mujer chillaba desde la puerta con el rímel deshecho como jarabe hasta la barbilla. El rastro negro que me dejó en la pernera manchó la tapicería del coche. Yo la intentaba convencer de que no necesitaba a ese hombre, de que el tamaño de su barriga flácida era del mismo diámetro que su depresión, pero siguió gritando mientras arrastraba a su marido hasta el maletero, con sus ojos bovinos diciéndole adiós desde el suelo, no tuvo cojones ni de resistirse a mí, ni tan siquiera cuando perdió la zapatilla de felpa intentó recuperarla. El olor a pis y el miedo son indisociables para mí últimamente, y eso que cuando volví a ver a la mujer había cambiado de perfume y de peinado, y se movía por la calle como si alguien la esperara.

Antes que yo, Rick tuvo otros compañeros. No todos podían verle. Yo sí. Yo le veo. Viene por la mañana a mi piso, entra a esa hora en la que se escuchan de fondo los primeros despertadores del edificio y me entrega la lista del paciente que toca limpiar. Me gano la vida tachando esas listas: los pacientes se quitan de encima lo que no saben que les lastra y nosotros pagamos con sus pertenencias a intermediarios, chivatos, las armas, los bidones, el silencio de algunos policías. Pero no todo lo que pone en la lista se puede vender. A veces hay que mirar para otro lado para hacer desaparecer ciertas cosas, como a la fuente del periodista. Era mi primera vez y recuerdo que temblaba cuando lo eché a la incineradora; creo que aún estaba vivo. Ahora sólo dejo caer bolsas como tiro los jueves los envases al contenedor del plástico.

Tampoco ya me cuesta sacar la pistola y metérsela en la boca cuando se resisten a soltar algo de la lista: he comprobado que para quitarle a un tipo su Tesla no vale con decirle que va a ser más feliz si me lo da. Entiendo ese apego, también me resistí cuando Rick demolió a mazazos la casa donde había crecido con mis padres. A fin de cuentas, sólo era una casa, como sólo es un coche, un portátil, la cinta recién montada de un largometraje, una alianza, un Iphone o un blíster de ansiolíticos. Los que no se atreven a soltar sus pertenencias me dan asco; está claro quién posee a quién. Ahora ya no tengo la obligación de ir a una casa donde nunca fui feliz. Pero eso lo entiendes más tarde.

Hemos dado buenos golpes Rick y yo últimamente. Creo que de todos los que ha tenido, yo soy su mejor compañero. Hoy tengo un encargo fácil. Primero limpiaré el maletero para hacer hueco y luego tomaré el café donde me ha dicho. Rick tiene un don. Me dice hasta la hora y el sitio donde estará el paciente. No los conoce, pero él nunca falla; él sabe lo que les ata porque los mira y lo escribe y me lo da en el papel que arranca de su cuaderno, las barbas siempre al mismo lado de la hoja. Los golpes luego en el bolsillo del pecho del traje. Chac chac, el chasquido de la lengua. Galopar. Y ahí estará el paciente, y le observaré con el sabor del café aún en la boca. Ya no fumo, pero ese sabor aún me provoca ganas de fumar, el sabor del deseo, su anticipo, ganas de tocar, de aspirar fuerte, una presión, el ardor que sobreviene al acto de liberar a alguien, de empujarle fuera de sí mismo. Su liberación es un orgasmo en el que sólo me corro yo.

Hoy es el turno de una mujer. Le sobran, dice la lista, su hijo, su peluquera, el pulmón derecho donde una célula está a punto de convertirse en un tumor y su inhalador para el asma que no tiene. En cuando haga mi trabajo, empezará a respirar bien. Nunca aprenderá la palabra metástasis. Ni su hijo la palabra puta y vieja. Ella aún no lo sabe, pero en cuanto deje de teñirse, será dueña de una belleza blanca. Aún hay carne en sus caderas. Sí. Es esa. Creo que no hará falta hoy la pistola, me ha mirado como si necesitara que alguien la salvara. Huelo desde aquí su soledad. Creo que le ha gustado mi traje.

 

 Sigue leyendo el capítulo 8

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Marta San Miguel es autora de Una forma de permanencia

  


Emilio Sánchez Mediavilla
Emilio Sánchez Mediavilla

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