La ciudad eterna, por Lucía Pérez Oroz

Nunca entendí muy bien por qué se llama a Roma “la ciudad eterna”. La versión oficial es algo así como que en ella el tiempo parece haberse detenido hace siglos. Otros dicen que porque da igual cuántas veces la visites, que nunca terminas de descubrirla. 

Me mudé allí en febrero de 2021 para hacer el Erasmus y, a pesar de saber entonces que sería algo temporal, no pude evitar enamorarme. Como esa amiga a la que reprochas seguir quedando con un amor imposible (porque cuando la amiga eres tú, no eres consciente del desastre), me empapé de la ciudad todo lo que pude. De forma frenética y apasionada. A veces hasta agobiante. Creo que soy un poco tóxica. 

La semana pasada volví, después de dos años, y fue lo más parecido a lo que me imagino que debe ser quedar con un ex al que no has superado: sabes que no estás preparada, y que te hará remover cosas, pero te pueden las ganas de verle. Aunque sea un rato. 

La ciudad estaba bastante cambiada. En la Roma que nosotros vivimos (la pospandémica) era posible pasear por una Fontana di Trevi completamente desangelada, entrar a la basílica de San Pedro y que el ruido de tus propios pasos fuera el único, comer helado en Giolitti sin hacer cola y echar carreras de patinete por la Via del Corso sin consecuencias. No había turistas. Por no haber, a veces no había ni romanos. 

Pero también nosotros hemos cambiado. Ya no somos estudiantes, y nuestras preocupaciones transcienden el debate entre si sale más rentable el litro de Peroni o de Moretti

Volver fue exactamente como me imagino que debe ser quedar con un ex no superado: tan bonito como doloroso. Pero sirvió para confirmar lo evidente: que el tiempo pasa, también por Roma, y que lo vivido sólo permanece en el recuerdo. 

Al menos he conseguido darle un significado a eso de “la ciudad eterna”. Para mí Roma es eterna porque supongo que como a un amor imposible algo dentro de mí siempre la echará de menos. 


Lucía Perez Oroz
Lucía Perez Oroz

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