Otra primera vez, por Marta San Miguel

Hace unos meses fui a Bilbao a presentar mi novela en una de las bibliotecas más bonitas del mundo. Sé que las palabras ‘Bilbao’, ‘más’ y ‘mundo’ aparecen a menudo juntas en una frase, pero para hablar de Bidebarrieta es necesario hacerlo. Aquel día, cuando iba de camino a la biblioteca, sucedió lo que siempre me pasa cuando estoy en Bilbao: que reacciono con sorpresa como si fuera la primera vez que la piso, y frente a la nebulosa que envuelve su recuerdo, la ciudad se transforma ante mí en una visión coqueta e inmensa, caminable y acogedora entre la ría y su pasado colgando en las grúas. Esa tarde, a la noción de redescubrimiento contribuyó el hecho de ir con Galder Reguera, porque me llevó por las calles donde están los lugares que hacen de la ciudad una sucesión de sitios donde pasan cosas. Su biografía urbana se mezcló entonces con la mía, con la que recordaba, y ahora no sé cómo es Bilbao, salvo inmensa y caminable, y un lugar al que siempre deseo volver para desvelar el misterio que la envuelve. 


En esas estaba, tramando una excusa para repetir escapada (vivo en Santander y a 50 minutos está la ciudad superlativa donde es posible visitar el Guggenheim, entrar en la librería Joker, cruzar a Cámara, tomar cualquier pincho, cualquier bar, cualquier todo), cuando el alcalde de Madrid se me adelantó. Su visita a Bilbao fue noticia, sobre todo su capacidad para reducirla a un titular: “Me sorprende muchísimo encontrarme los domingos todo cerrado”, dijo Martínez-Almeida en la entrevista que dio al periódico El Correo. Más allá del cisco mediático que se formó, su respuesta me hizo pensar en qué tipo de ciudadanos somos si definimos las ciudades por lo que se puede comprar en ellas. ¿Me gustaría más Bilbao si estuviera todo siempre abierto? ¿Es los domingos una ciudad apocalíptica, amodorrada, complaciente? 


La ciudad en la que vivo es igual, es decir, las tiendas cierran los domingos y algunas también los sábados por la tarde. Esos días lo único que se mueve por ciertas zonas del centro son los autobuses en línea. Santander está quieta, pero no sé hasta qué punto esa quietud la vuelve menos acogedora o en realidad nos reconcilia con ella y sus espacios. Es como si la luz se ralentizara, y a falta de un contrarreloj laboral imponiendo su tiempo de recados y cierres comerciales, nos volvemos más pasivos, dóciles paseantes que arrastran los pies, pero no la vista. 


Lo mejor de no tener nada que hacer en una ciudad es que te cruzas con lo que has hecho en ella. De pronto, pasas por una esquina y ves el lugar donde quedásteis aquella tarde, o pasas por delante de aquel bar y os veis dentro, o por la dársena donde cogiste por la noche aquel barco y ves el barco, y tú a bordo, o pasas por la parada de autobús que te llevaba a diario a la casa que ya no es tu casa, pero ahí sigue porque la ves. Todo vuelve a suceder por un instante, y aunque uno puede escoger la añoranza y languidecer bajo el peso del domingo, lo cierto es que la ciudad deja un regusto a potencial, como si nos dijera estoy aquí, esperándote, con el silencio de las bibliotecas más bonitas del mundo, lista para otra primera vez.  


Lucía Perez Oroz
Lucía Perez Oroz

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