En aquellos años, a mediados de los 90, un manual de ruso eran un bien tan escaso en España como los Kaláshnikov de ocasión. En la Red, muy incipiente aún, no se tejían programas multimedias, y mi único contacto auditivo con el habla rusa me lo proporcionaba un casete de un método soviético que escuchaba cada mañana en mi walkman, en el autobús que me llevaba de Alcorcón a Príncipe Pío y en el trayecto en metro desde allí hasta Ciudad Universitaria. Sus frases cortas y grandilocuentes en medio del crujido de la cinta me las aprendía de memoria con la delectación de quien sospecha que, en el fondo, está haciendo algo subversivo: “Moscú es la hermosa capital de la Unión Soviética”. Habían pasado ya seis años desde la caída del comunismo, lo que convertía aquella cinta en un peligroso ejercicio de nostalgia. En medio de los rostros soñolientos del autobús, paladeaba cada frase, la repetía para mis adentros y observaba con ojos esquivos a la señora gorda de mirada obtusa que acaba de subirse en el autobús de Cuatro Vientos (“Zona militar”, pensaba mientras rumiaba la siguiente frase subrepticia: “Me llamo Mijail, vivo en Leningrado y soy tornero“).
Libros del K.O.
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