Con este post iniciamos una serie llamada "La vida de los libros", donde nuestros autores contarán cosas asombrosas que les hayan ocurrido a raíz de la publicación de sus libros. Empieza la serie Raquel Peláez, autora de ¡Quemad Madrid! (o llevadme a la López Ibor)
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Cuando yo empecé a escribir ¡Quemad Madrid!, allá por el otoño de 2013, Pablo Iglesias aún era en el imaginario popular español ese señor de Ferrol (sí, amigos, no solo Franco nació en aquella ciudad gallega) que fundó el Partido Socialista Obrero Español.
Cuando yo terminé de escribir ¡Quemad Madrid!, Isidoro Álvarez aún pensaba en planes de expansión para El Corte Inglés, la Duquesa de Alba todavía daba órdenes al servicio del Palacio de Liria con su inmisericorde y gangosa voz y Emilio Botín abría latas de sardinas a escondidas en su despacho de la Ciudad Financiera del Santander.
Pero Pablo Iglesias ya había mutado en un chaval menor de cuarenta años, que, con su pelo de jefe de tribu india, había conseguido subirse a las barbas del Parlamento Europeo. Eso ocurrió en aproximadamente medio año.
En el medio año siguiente los prohombres (y promujeres) anteriormente mencionados dejaron de existir sobre la faz de la tierra.
Fenecieron.
Expiraron.
Se dieron de baja en el censo de lo terrenal.
This parrot is no more. It has ceased to be. It’s expired and gone to meet his maker.
Murieron. Todos.
Todos menos The New Pablo Iglesias, que todavía anda por ahí vivito y coleando refiriéndose a las personas de la ralea más pudiente y poderosa como “casta”, esa expresión que, a juzgar por el número de decesos acontecidos, parece causar disgustos horrorosos y desórdenes de salud serios entre los aludidos.
Todos los mencionados próceres de la patria caídos aparecían de forma directa o indirecta en ¡Quemad Madrid! (O llevadme a la López Ibor), el libro que en verano del año pasado me publicaron los chavales de Libros del K.O. y con el que trataba servidora de hacer un retrato del alma madrileña a través de algunos personajes que, aunque no lo crean, definen –bueno, definían- el día a día capitalino.
En el libro, la invitación al incendio era figurada, pero la alusión al manicomio más célebre de la Villa y Corte, la Clínica López-Ibor, era intencionadamente literal. Intentar comprender la personalidad esquizofrénica y bipolar de la ciudad más contaminada de España puede volverte turuleta. Buscarte a ti mismo en Google también.
Definición del librito según Google.
En ¡Quemad Madrid! O llevadme a la López-Ibor, además de Isidoro, Cayetana y Emilio, aparecía una alcaldesa con la cara picada de viruela, un retrato de la real familia española que esperaba eternamente a los brochazos finales de su pintor en las dependencias del Palacio de Oriente, un monarca con predilección por todas las señoras menos la suya, una provinciana metida a princesa, un merengue de origen vasco que se relajaba con la voz de Jeff Tweedy en su chalet de El Viso, un ex alcalde que esperaba encerrado en las mazmorras del ministerio de justicia a la definitiva aprobación de una ley del aborto digna de un país islamista y una cafetería de inefable decoración e insuperable servicio (de las de plancha siempre candente, paredes de mármol veteada, mesas de formica y camareros con bata blanca) que había conseguido burlar con su interiorismo y su ritmo vital a esa apisonadora llamada globalización.
Llevaba el libro apenas unos meses en las benditas librerías cuando Ana Botella anunció que no se presentaría a la alcaldía, a Antonio López le dio por terminar el retrato de la familia real española, Juan Carlos I decidió abdicar, Letizia Ortiz pasó a ser Su Majestad la Reina, Xabi Alonso se mudó a Alemania, Alberto Ruiz Gallardón dimitió ante el fracaso de su proyecto “pro-vida” y el Portosín, la cafetería mejor decorada de Madrid, cerró por reformas.
Qué disgusto, qué pesadumbre, qué desazón, qué penita sentí no ya al comprender que la actualidad se empeñaba en zarandear mis escritos, no ya al enterarme de aquellos decesos y de estas noticias, que convertían mis palabras en agua pasada, no ya al ver que el necroperiodismo (ese género tan en boga) iba a cargarse todos mis empeños, sino sobre todo al darme cuenta –buscando los ecos de mi obrita en Internet- de que Google define ¡Quemad Madrid! O llevadme a la López Ibor como un producto ideal para hipsters.
Definición de la obra según Google (Repríse).
Supongo que Emilio Botín sintió algo similar el primer día que encendió la Sexta Noche -indudablemente su programa de cabecera- y vio al líder de Podemos referirse a él como
Me entró la rabieta propia de quien no se quiere conocer en algo que claramente le define.
Puede ser. No lo sé. Admito que mi pasión por los difuntos azulejos del baño del Portosín podría definirse como tal.
¿A que son maravillosos?
El caso es que empecé a preocuparme. No ya porque mi obra se estuviese quedando más obsoleta que los términos “casta” y “hipster”, no ya porque Víctor Lenore pudiese estar usando las páginas de “¡Quemad Madrid!” como papel higiénico, no ya por lo que mi pobre madre fuese a pensar si me googlease, sino sobre todo, más que nada, primordialmente, por David Summers, Christina Rosenvinge y Javier Marías. A ellos les dedico tres cartas abiertas en el librito. Dios mío. ¡Sus vidas podrían estar corriendo peligro y ellos ni si quiera lo saben!
Ah. Se me olvidaba. El Portosín reabre en marzo. Juan José López Ibor falleció hace solo unas semanas.
Espero de verdad poder escribir la segunda parte de “¡Quemad Madrid!”.
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Pablo Iglesias fenecerá, será pronto un juguete roto… Me sorprende cómo casi nadie se da cuenta…
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