Esas últimas veces, por Pablo Maljean

Mientras Natalia Ginzburg vivió en los Abruzos no conoció la felicidad. Destinada allí junto con su familia como “internada civil de guerra”, se sumió en rutinas, vecinos y tedios. Su esperanza se sostenía en ver los días alargarse, el tiempo mejorar; ser consciente del inexorable advenimiento de la primavera. Y sin embargo, años después, ya en la ciudad, cuando recordaba los paseos invernales de la mano de sus hijos bajo miradas conocidas y caminos habituales, los extrañaba.

Yo no acostumbro a tener compañía en mis paseos. Tampoco me cruzo con caras cómplices. Ni me acerco a la apatía que confiesa Ginzburg en ese primer texto de Las pequeñas virtudes. Pero sí que entiendo su desesperanza al recordar momentos del pasado. Y sentirme invadido de una nostalgia que probablemente empañe el recuerdo de forma muy tramposa.

No creo que los grandes cambios me preocupen más o menos que lo que le preocupan a todo el mundo. Me aterran más los finales silenciosos de pequeñas rutinas. Hacer algo que tengo incorporado a mi día a día por última vez pero sin ser consciente de ello. Estas pequeñeces van acumulándose de forma imperceptible y poco a poco moldean a una persona que cambia sin darse cuenta.

Como una persona a la que le gusta tener las cosas bajo control, el hecho de no poder guiar ni interpretar el significado de estos cambios me perturba. ¿Qué implica que llamara por su nombre a mi frutero por última vez sin ser plenamente consciente? ¿O que recorriera el camino a casa de un amigo sin pararme a pensar dos veces que nunca más estaría él tras la voz del telefonillo? ¿Qué parte de mi esencia está en las cosas que dejo de hacer sin querer?

Pienso que si viviéramos anticipando que todo lo que hacemos va a terminarse acabaríamos por no hacer nada. Que el final inesperado es necesariamente discreto. Y, sin embargo, no dejo de preguntarme si ahora hubiese caminado distinto aquellos pasos de camino a la casa de mi amigo, más conscientes y solemnes; o si hubiese puesto más empeño en las señas que le hacía a mi abuela intuyendo que aquella iba a ser la última partida que echaríamos a la brisca.

No sé si Natalia Ginzburg tomaría con más fuerza la mano de su hijo en los paseos invernales en los Abruzos de saber que algún día se acabarían y ella acabaría extrañándolos. Tampoco sé si esa consciencia le hubiera hecho disfrutar más o menos de aquello. No tengo certezas de ningún tipo. Y, sin embargo, algo me dice que no se puede vivir pendiente de los cambios. Que la única forma de apreciar algo es vivirlo con la emoción de querer vivirlo siempre. Y que si ignoramos por un tiempo que algo terminó de forma silenciosa es porque intuimos que nada tendría por qué cambiar. Para bien o no. Simplemente eso.


Alberto Saez
Alberto Saez

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