La tortilla de patata de mi madre, por Paula Ramos

De pequeña pensaba que la tortilla de patata de la madre de mi amiga Noelia era mejor que la de la mía. Recuerdo de forma vívida el color amarillo del trozo, pequeño, en aquel plato; mi forma de comerlo, despacio, con la educación y modales que debe llevar una consigo cuando cruza la puerta de su casa. El hecho, inusual, de saborearlo como si en ello me fuese la vida. 

De Noelia también envidiaba su casa, que era más grande y tenía tres pisos. Y que estaba cerca del colegio, en una urbanización, y del complejo deportivo al que iban a jugar algunos de mi clase los viernes por la tarde. Detalle, este último, que me hacía preguntarme con más fuerza por qué demonios no tenía yo la vida de Noelia. Esa que me parecía tan maravillosa. Su casa, su ocio, su tortilla de patata; la que su madre preparaba cada domingo. 

También de pequeña, cualquier país que visitaba en vacaciones me resultaba mucho mejor que el mío. En todos los sentidos. Imaginaba mi vida allí, en ese lugar en el que la vida tenía otro ritmo, en el que olía diferente, mejor. Ese lugar que antes había visto en las películas. Me preguntaba por qué no era yo una de esas niñas autóctonas que veía por la calle la mar de felices, con una perfecta pronunciación de una lengua extraña que yo también quería saber y no sabía. 

En toda pregunta retórica hay resignación. No esperaba respuesta en ninguna de las cuestiones que lanzaba al aire, medio rabiosa, cada vez que los mundos que yo deseaba para mí chocaban con las realidades que me rodeaban. Ni al principio, ni al final, ya crecida, cuando ya casi no clamaba al cielo así, cuando ya casi no me preguntaba por qué yo no. Porque crecer es precisamente eso: darse cuenta de que, en realidad, no deseas otra cosa, porque no hay mejor lugar que tu casa, ni mejor tortilla que la de tu madre. Que lo demás es novedad. Y la novedad dura lo que dura un suspiro. 


Lucía Perez Oroz
Lucía Perez Oroz

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