diciembre 15, 2020

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Subirse al tren de las productoras

En 2010, una maravillosa editora a la que idolatramos nos dijo, sin disimular su fastidio cargado de reproche: «ahora todos los periodistas quieren ser editores». Una década después podemos certificar que nadie, ni periodistas ni editores literarios, nos termina de considerar «uno de los suyos». Somos híbridos, que diría un periodista cultural. Promiscuos, que diría un faro moral. Nos gustan las historias reales, resumimos nosotros. Sí, la realidad existe, pandilla de postmodernos.

Al cumplir diez años y una pandemia, celebramos nuestra tradición de intrusismo dando el salto al mundo de las productoras. Lo hacemos en el exacto momento en el que TODO-EL-MUNDO-ESTÁ-MONTANDO-PRODUCTORAS. Dadnos un poco de tiempo. Si somos capaces de traducir nuestras supernovas mentales en proyectos concretos, todo esto habrá merecido la pena. Si no, también. K.O. o Barbarie.

junio 02, 2020

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Relato ganador categoría "júnior"

La belleza de la derrota - Maira Díaz Reichenbachs

 

Si la vida fuera un campeonato de baloncesto, en vez de en votantes de Ciudadanos, PP, Podemos, Vox, PSOE… ¿nuestra sociedad se dividiría en equipos con equipaciones naranjas, azules, moradas, verdes, rojas… ?

¿Los tribunales de justicia serían reemplazados por árbitros (justos o comprados)?

En vez de que los políticos de turno se pasaran el poder entre ellos, ¿se limitarían a pasarse el balón?

¿Los entrenadores reemplazarían a los asesores financieros, expertos, científicos, economistas, etc.?

¿Y qué hay de los votantes, cuyos líderes encorbatados habrían intercambiado el traje por el chándal? Todos esos millones, ¿se convertirían en el público que anima fielmente a su equipo desde las gradas?

Y, ¿qué hay de las guerras? ¿Desaparecerían los ejércitos, cuyos soldados intercambiarían sus pesados uniformes por otros más ligeros y coloridos? ¿En todo el mundo se bajarían las armas, convertidas en objetos obsoletos y superfluos? ¿Ganaría la batalla quien ganara el partido y la guerra quien venciera en el campeonato?

Realmente, la existencia humana, por compleja y evolucionada que parezca, no es más que una guerra constante, o un campeonato, llamémoslo como queramos, pero no nos engañemos.

Hooligans coreando eslóganes desde las gradas, defendiendo a ciegas a su equipo mientras que tratan de boicotear el éxito del oponente mediante burlas y bocinas, votantes jaleando a cuales quieran que sean las palabras que salgan de la boca de su líder y abucheando todo lo que exprese el del partido con la ideología opuesta, o soldados que luchan contra un enemigo anónimo, defendiendo ciegamente a la patria a la que por suerte o por desgracia les tocó pertenecer, ¿dónde está la diferencia?

Multitudes enfurecidas, sin identidad compartida más allá de aquel enemigo común, aquel contrario que parece tan lejano y diferente cuando podría estar perfectamente en nuestro bando, ya que es de nuestra misma condición (humana).

¿Qué diferencia hay entre la historia de la humanidad, una historia de guerra constante entre iguales, la política y un campeonato de baloncesto?

Chupones que se aferran a la pelota o políticos que lo hacen al poder, ¿en qué se diferencian? Ninguno de los dos piensa en el bien común, sino que, ciego y ensimismado, dirige la mirada a su propio ombligo, con tal de no perder de vista su propio protagonismo.

Lamento decir que la existencia humana, por muy desarrollada que parezca, por muy inteligentes que nos creamos, consiste en la guerra constante y absurdamente innecesaria entre nosotros, camuflada tras la cortina de la guerra, de la política, del deporte…

La vida, al fin y al cabo, es un campeonato de baloncesto perdido desde el comienzo, una guerra algo más civilizada, pero, al fin y al cabo, una guerra que ella, la muerte, siempre ganará, no importa cuántas batallas hayamos ganado o cuán a nuestro favor vaya el marcador: al final de la partida, la balanza siempre se inclinará a su favor y ella, siempre ella, antes o después, le ganará la guerra a la vida.

Así que, si tras tanto puño en alto y tanto sudor derramado, solo nos queda la derrota, ¿para qué vivir?

Porque no se vive para ganar, porque en la vida todo lo que se gana es perentorio y caduco, hasta el mejor deportista llega su clímax para derrumbarse poco a poco en el desierto de la vejez. Por eso, no pensemos en la copa, ni siquiera en las canastas, no lloremos por perder, en todo caso, por no poder participar. No demos a regañadientes la mano al contrario, sino abracémosle como a un igual. Mezclemos los equipos, ya que todos somos de la misma condición. Aplaudamos al equipo no contrario, sino visitante, cuando logre meter una canasta. No nos aferremos al balón ya que eso no va a impedir que lo perdamos más temprano que tarde.

La vida está perdida, porque está claro que nacimos para perderla. Por ello, no vivamos para ganar, para competir, para colgarnos medallitas del pecho o sostener copas en lo alto a la vez que miramos a nuestros iguales con aire de superioridad, sino vivamos para vivir. Porque la vida, al igual que un partido de baloncesto, es su propio sentido. Juguemos por jugar, por disfrutar mientras nuestras piernas nos sostengan, mientras nuestros brazos nos obedezcan, vivamos por el simple hecho de vivir, sabiendo que somos unos perdedores, sí, pero perdedores vividores, porque, ganemos o perdamos las batallas que sean, no nos preocupará, porque sabemos que lo único que podemos perder es lo más preciado que tenemos y que inevitablemente, tarde o temprano, ella vendrá a arrebatarnos: la vida misma.

Quien se pasa la vida combatiendo ciegamente contra un enemigo inventado, llorando por batallas absurdas perdidas, anhelando copas que se deshacen como consecuencia de la erosión provocada por el paso de los años, es el verdadero perdedor porque, lo único que realmente se puede perder en esta vida, es el tiempo para vivir.

Así que lancémonos al partido de la vida sin importarnos el resultado, jugando por el placer de jugar, viviendo por el placer de vivir, sin banderas ni eslóganes baratos porque, al fin y al cabo, todos no somos más que jugadores del mismo bando; el perdedor porque, contra ella, no hay quien gane.

«¡Maira! ¿¿Se puede saber qué haces?? ¡¡Le has regalado el partido al equipo contrario!!».

Un grito me arranca de mis divagaciones. Parece que, una vez más, mientras mi mente deambulaba por otros lares, mis piernas me han guiado hacia mi propio aro para que mis brazos metieran canasta en propia…

Desconozco cuánto tiempo llevo mentalmente ausente del partido, pero parece que a la muchedumbre hacinada en las gradas, dividida en dos por la frontera invisible e infranqueable de la lealtad a equipos diferentes y a la vez iguales, le ha dado tiempo a exaltarse, indignarse, reírse, burlarse, irritarse, confundirse… ¿Por una absurda batalla ganada o perdida?

Por eso, mientras me giro con una sonrisa hacia mi banquillo, desde el que mi equipo me exige una explicación, me limito a responder a aquel grito enfurecido:

«¿Acaso importa?».

junio 01, 2020

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Relato finalista categoría "júnior"

Al compás del balón - Lucía Zurita 

El balón crea su propia música al compás de los jugadores. Rebota una
y otra vez sobre el parqué, atrayendo al público. Yo los observo desde fuera. El
eco de sus voces da vueltas en mi cabeza, haciéndome pensar. Suena bien,
pero algo no cuadra. Es una orquesta buena, pero no interpreta bien la pieza.
Soy entrenador desde hace ya varios años. También fui jugador. Pero
me pasaba lo que a ellos. No jugaba como debía. Me pasé eclipsado por el
capitán de mi equipo todo el tiempo que estuve jugando. Víctor era mejor. Él lo
sabía, todos lo sabíamos. Pero lo malo no era eso, lo peor es que pasamos de
saberlo, a escondernos detrás de su superioridad.
Nos hicieron creer que si no jugábamos para que él encestara, nunca
ganaríamos. Y tras mucho, me di cuenta de que el verdadero culpable era
nuestro entrenador. El exceso de favoritismo hacia Víctor pasó a humillarnos a
los demás.
Acabé yéndome del equipo. Mi autoestima acabó por los suelos, y casi
perdí las ganas de jugar.
“Entonces, ¿por qué te hiciste entrenador?” preguntaréis. La respuesta
es simple. El baloncesto nunca dejó de importarme, formaba parte de mi vida.
Necesitaba salvar a jugadores como yo, equipos como el mío, que fueron
hundiéndose en la sombra. Porque una orquesta, aunque sea buena, no suena
bien si un violín está desafinado.
Sigo observándoles, sin decir nada. Es el primer entrenamiento que
tengo con ellos. A su antiguo entrenador le ha salido otro trabajo en otra
ciudad.
Apenas pasado un minuto de entrenamiento, ya he captado su música.
Hay uno que destaca, sin duda. Y lo sabe. Es el típico que prefiere entrar él
solo y fallarla, que pasarla al compañero que está desmarcado.

- ¿Cómo se llama?– le pregunto a Raúl, uno de mis nuevos
jugadores.
- Marcos. Es buenísimo.
- ¿Siempre ha jugado aquí?
- Sí, y menos mal. Sin él no sé qué haríamos. No ganaríamos
nada.
Me quedo mirándolo, interiorizando su respuesta. Esta situación me
suena. Entonces los llamó, parando el juego.

- ¿Cómo vais?

- Ganando por diez nosotros– responde Marcos con una sonrisa de
suficiencia.

- Vale. Te vas a cambiar de equipo– le informo sin cambiar mi
expresión.

Él protesta, y su equipo se une a las quejas. Ignoro sus comentarios y miro al
otro equipo
– Y en cuanto vosotros, os informo de que cada canasta que meta Marcos
contará un punto. Solo sumarán dos o tres las canastas de los demás.
Marcos comienza a quejarse. Le ignoro y les mando a jugar. Me mira
con una mirada asesina, pero yo sigo con cara de póker.
Comienzan el juego. Están algo confusos, sin saber qué hacer. Pero
enseguida se espabilan. Marcos camina por la pista, sin esforzarse. Lo llamo.
- El fin de semana que viene jugáis, ¿no? Pues espabila, si quieres
tener minutos.
- Si no juego, lo tenemos difícil– afirma, arrogante.
- ¿Tú crees? Pues mira, estáis ganando ahora, y tú estás aquí,
hablando conmigo – le informo señalando a la canasta que
acaban de meter sus compañeros – Por cierto, a ti se te da bien
pasar, ¿no?
- Claro – responde frunciendo el ceño.
- Pues demuéstralo. Y me pensaré cuánto juegas la semana que
viene.
Se queda mirándome, y acto seguido vuelve a la pista. El resto del
entrenamiento solo veo pases que acaban en canasta. Sus compañeros no
paran de sonreír, parecen tener más confianza.

Meses después…
Acabo de llegar a casa. Estoy exhausto. Acabamos de jugar el partido
clave para ascender y aún siento los nervios a flor de piel.
Estoy casi más sudado que mis propios jugadores. Me implico tanto
como ellos, aunque yo no entre en la pista.
La temporada empezó de forma muy complicada, debo reconocerlo. Al
principio, Marcos parecía resistirse a mis indicaciones, rebelde. Pero entonces
las habilidades de los demás comenzaron a florecer. Marcos se fijó en lo bien
que tiraba Manu, pocas veces fallaba un tiro, y menos si era un triple desde la
esquina. Vio que si se la pasabas a Samuel al poste, era imposible pararle. Se
dio cuenta de que David subía el balón genial y que Raúl era muy rápido. Poco
a poco, las habilidades de los demás fueron saliendo de la niebla que las
cubría. Marcos se dio cuenta y ellos también. Tenían más confianza.
Aprendieron que, entre todos, eran un equipo imparable.

El partido de hoy ha sido de los mejores que he vivido. Al final, íbamos
perdiendo por dos, y quedaban cuatro segundos. Sacábamos nosotros. Sabía
que Marcos quería jugársela, pero también sabía que el rival iría a por él.
Habían visto como entraba y lo defenderían como nunca. Les indiqué la jugada.
Samuel le haría un bloqueo arriba a Marcos. Él entraría con fuerza, pero no
tiraría. No tiraría porque en el triple estaría Manuel, esperando solo.
Sinceramente, al principio de la temporada, nunca pensé que Marcos
dejaría un tiro decisivo en manos de otro. Pero lo hizo. En cuanto entró, las
ayudas cayeron sobre él y se la pasó a su compañero.
Cuando Manuel tiró, el mundo pareció detenerse. El balón volaba a
cámara lenta hacia la canasta y la grada enmudeció.
Entonces entró.
Todos comenzamos a gritar. Mis jugadores corrieron hacia Manuel y se
abrazaron. Yo los miraba, aún desde el banquillo. Eso sí que era un verdadero
equipo.
Fue en ese momento cuando Marcos se acercó y me abrazó fuerte. Yo
se lo devolví.

- Gracias– dijo.
En ese instante supe que lo habíamos conseguido. Éramos un
verdadero equipo. Había logrado unirlos a todos.
Y es que en una orquesta, aunque el primer violín sea buenísimo, la
música no suena bien hasta que todos los instrumentos van al mismo compás.
Entonces, por fin, el público se levantó y aplaudió.

mayo 29, 2020

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Relato ganador categoría "cadete"

Esta es mi historia - Nicolás Aguirre Becerril 

 

AÑO 2666

 

PRIMER DÍA/COHETE

 

(Todos los jugadores y el entrenador en escena).

 

Narrador: Llegaron sobre las doce del mediodía al puerto espacial de la ciudad de Nueva Nueva York, capital de la civilización humana en el planeta Plutón. Habían sido invitados a jugar un torneo interplanetario con otras selecciones formadas por los mejores jugadores de la categoría cadete (entre 14 y 16 años) de todos los planetas conocidos que la especie humana había colonizado. Solo había una condición: no podía haber dos jugadores del mismo país.

Niko (griego) (a su mejor amigo dentro del equipo): El viaje ha sido largo, ¿no estás agotado?

Antoine (francés): Sí, solo quiero llegar al hotel de concentración y poder dormir.

Narrador: Todos hablaban en español, ya que tras el declive económico de EE.UU., la mayor potencia mundial era Argentina y, el español, el idioma internacional.

Luis (argentino) (desde dos filas más atrás): Pues a mí el viaje se me ha hecho muy corto.

Niko: Claro, porque has estado dormido el 90% del viaje, cachondo.

Narrador: A Niko le tocó dormir con Vladímir (ruso), a Luis con Paco (español) y a Antoine con Peter (estadounidense). El resto de habitaciones fueron: Wang (chino)-Luigi (italiano), Tim (australiano)-Vlade (croata) y Juan (chileno)-Rigobert (camerunés).

 

 

DÍA ANTES DE LA FINAL/NOCHE/RESTAURANTE DEL HOTEL

 

(Todos los jugadores y el entrenador en escena).

 

Narrador: Pasaron los días y el equipo ganó todos los partidos hasta la final.

André (entrenador): ¡Celebremos nuestro pase a la final! Pero a las diez todo el mundo en su habitación.

Todos: Entendido.

 

 

MAÑANA SIGUIENTE/HALL DEL HOTEL

 

(Todos los jugadores hablando. Falta Luis).

 

Niko: Se acaba de confirmar la suspensión de la final.

Wang: ¿Por qué?

Niko: Por la desaparición de Luis, nuestro alero titular.

Todos: ¿Cómo?

(Entra el entrenador).

André: Así es, desde anoche no lo ve nadie. Esta mañana no estaba en su habitación. Alguien se ha colado en su dormitorio y lo ha secuestrado, o eso cree la policía. Paco, ¿ayer os fuisteis juntos después de la fiesta?

Paco: Sí.

André: La policía os hará unas preguntas y revisará vuestras habitaciones.

(Entran dos policías).

Narrador: La policía los interrogó uno a uno y no sacó nada en claro, pero al revisar el sótano descubrieron un trozo de la ropa de entrenamiento de Luis con las huellas de Vladímir.

(Los policías se llevan a Vladímir a un lado del escenario).

Vladímir: ¡Yo no lo hice! Lo juro. Además, no tenía razones para ello. Si no me hablaba con él salvo en partidos…

Policía: Con esa frase te incriminas aún más.

Narrador: La policía se lo llevó detenido a comisaría. Una hora después le llegó al entrenador una grabación en la que salían el secuestrador encapuchado y Luis. En ella ocurría esto:

Secuestrador (con voz distorsionada): O reanudáis la competición y se juega esta tarde la final a la hora prevista, o lo siguiente de Luis que se encontrará será la cabeza. (Fin de la grabación).

Narrador: Y así se hizo. Los dos equipos, tanto el equipo terrestre como el local, decidieron, aunque con miedo, jugar la final por Luis. El quinteto titular de la Tierra fue: Wang de base, Paco de escolta, Niko de alero sustituyendo a Luis, Tim de ala-pívot y Rigobert en la zona.

 

ESTADIO/TARDE

 

(2 comentaristas en escena).

 

Comentarista: Últimos 10 segundos y Plutón gana por 3 puntos, y además saca. Salvo una hecatombe, ganará el torneo. Tiempo muerto en cancha, solicitado por André Aveiro, entrenador de la Tierra.

Según nuestro corresponsal a pie de pista, el entrenador les ha pedido que no hagan falta y dejen al rival recibir. ¡Pero qué hace! ¡Quedan 10 segundos y van 3 abajo!

Recibe el base de Plutón y, ¡le hacen un 5 contra 1 y roban el balón sin hacer falta!

Comentarista 2: Quedan 7 segundos.

Comentarista: Balón para Tim que se la pasa a Rigobert.

Comentarista 2: 5 segundos.

Comentarista: Balón para Wang que encuentra desmarcado a Niko y…

Comentarista 2: 2 segundos, 1 segundo.

Comentarista: Niko lanza…

(Suenan a la vez la bocina y el pitido del árbitro).

Comentarista: ¡Y anota de tres puntos para empatar el partido! ¡El árbitro ha pitado falta en el intento de tapón! Tendrá tiro libre para ganar el campeonato. Si lo falla, vamos a la prórroga.

Comentarista 2: Hoy ha anotado 8 de 8. No creo que falle.

Comentarista: Ahora lo veremos.

Comentarista: Lo bombea y…

Comentarista: El tiro libre rebota en la parte frontal del aro y entra. ¡La Tierra gana el I Torneo de Baloncesto Cadete Interplanetario!

PASILLO DEL HOTEL/NOCHE

 

(Paco y André en escena).

 

Narrador: Esa noche Paco encontró a Luis sano y salvo en su habitación y fue a decírselo a André.

(André y Paco entran en la habitación y está Luis en la cama).

André: ¿Estás bien?

Luis: Sí.

André: ¿Qué te pasó? ¿Dónde estabas?

Luis: No sé de qué me estás hablando. Me fui ayer a la habitación después de la fiesta. ¿Qué hora es? ¿Cuánto falta para la final?

André: Son las diez de la noche. Ya hemos jugado la final y hemos ganado.

Luis: ¿Por qué nadie me ha despertado? Sabéis que duermo mucho, ya lo visteis en el viaje.

Paco: Porque esta mañana no estabas en la habitación. Llevas todo el día desaparecido.

(André y Paco salen de la habitación dejando solo a Luis).

André: No recuerda nada. La policía no sabrá nunca quién ha sido. Dejémosle dormir y mañana, en el viaje de vuelta, le aclararemos la situación.

Paco: Estoy de acuerdo.

André: No digas nada a los otros. Se alegrarán de verle.

Paco: Vale. ¿Qué pasará con Vladímir?

André: Le han soltado. Ese trozo de camiseta no era suficiente prueba.

Narrador: ¿Queréis saber cómo jugar un partido importante como titular cuando inicialmente eres suplente? Pues aquí tenéis un ejemplo. Porque así es como lo conseguí y me convertí en el héroe del partido.

Mi nombre es Nikólaos Papanikolaus y esta es mi historia.

mayo 28, 2020

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Relato finalista categoría "cadete"

Cuestión de prioridades - Marta Villalonga

 

El mundo son prioridades. Cada día lo tengo más claro. En todas partes hay niveles de importancia. La familia sería uno de los peldaños más altos, junto con la salud y puede que algunos amigos. Pero a veces no nos damos cuenta. A veces nos da por girar la pirámide y parece que si pierdes una final se te acaba el mundo. A veces se nos olvida que el baloncesto es lo más importante de las cosas que no son importantes. No lo dudo. ¿Qué chalado piensa en baloncesto habiendo una pandemia mundial ahí afuera? El mundo está parado y hay que aprender a seguir girando sin él, al menos por un tiempo. Y no pasa nada. Hoy en día hay cosas más difíciles.

 

Al final, ¿cuántas veces hemos oído eso de “sólo es baloncesto”? Si es que es verdad, el baloncesto tan solo es eso. Es correr, arriba y abajo, aún sabiendo que después de subir siempre te toca… pues eso, bajar. Cosa de chiflados. No hay nada más simple. Y, aunque a veces nos compliquemos con jugadas de treinta mil bloqueos y treinta y un mil pases, al final sólo se trata de bailar. Eso es. Es bailar en una pista con líneas. Es bailar muy lento, como quien sabe que así se hace más largo e infinitamente más atractivo el camino entre nosotras y nuestro objetivo. Porque quien disfruta del camino, sabe cómo hacerlo bonito. Imagínate lo simple que es, que una pantalla con el tiempo corriendo para abajo es nuestra sentencia de vida. Allí donde se marcan los segundos que quedan para mantener el resultado, remontar el partido o empezar a bailar más y más lento y hacerlo todavía más atractivo.

 

Mientras juegas puede que la cosa se complique, pero no deja de ser algo sencillo. Recibes en la línea de tres y te toca pensar. No tardes mucho, que el baloncesto no espera. Todo es cuestión de segundos. ¿Tirar? ¿Pasar? ¿Penetrar? Te decides por lo más arriesgado, eso que deja al señor que de vez en cuando te da órdenes desde el banquillo con las manos en la cabeza. Qué precioso es todo cuando se nos va de las manos. Qué bonito el caos cuando no sabe de estrategias. El balón entra por el aro y justo toca la red: cualquier otro gesto de amor se queda en nada. Levantas el puño y sabes que estás ahí, en esa delgada línea entre la euforia y la incomprensión. Te giras, miras a tus compañeras, y te sientes más comprendida que nunca. Entre ida y venida te da tiempo a escuchar el ruido de las gradas. Ruido que, con un poco de suerte, sabrás convertir en música. Y empiezas a deslizarte al son de los bombos, de las trompetas y de los tambores. Y, de pronto, suena el claxon final. Los bombos siguen sonando, pero inexplicablemente solo escuchas silencio. Contraste de emociones. Algunas se levantan victoriosas y otras caen derrotadas. Y no miento; cuando te toca ser de las segundas, el baloncesto pierde un poco de sentido. Por unos segundos. Luego toca seguir creando camino, toca seguir bailando. Porque, como bien dice ese señor del banquillo, las luchadoras nunca descansan. Y porque sabes que el día que ganes, valdrá doble.

 

Qué contradicción tan bonita esa de “jugárnosla” en algo tan fácil. Pero qué felices nos hace lo simple. Dicen que vivir es ver volver. Y yo, aunque sé que hay cosas más complejas, me muero por ver cómo vuelve todo el baloncesto. Y volver a sentir que el ruido me mueve. Volver a subir, volver a bajar y que me vuelvan a decir que el baloncesto solo se trata de eso. Soy una de esas chaladas. La pandemia me preocupa, pero no hay día que no piense en ver volver todo lo que me hacía sentir viva. Sigo sin dudarlo, el baloncesto es lo más importante de todo aquello que no lo es. Porque, al final de todo, lo único importante es la vida. Aunque, a momentos, ambas sean lo mismo.

mayo 27, 2020

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Relato ganador categoría "preinfantil/infantil"

El verdadero significado del baloncesto - Laura de la Flor Frago 

 

En una cálida tarde de verano, una niña con el pelo rubio y castaño, aparentemente de trece años, se sentó en un banco para observar el atardecer. Lo contemplaba con mucho interés cuando un balón chocó contra sus pies. Ella lo miró y después lo cogió con un brillo de fascinación en sus ojos. Era un balón de baloncesto muy desgastado, desinflado y parecía que estaba pinchado, pero se veía claramente que lo habían usado para jugar muchas veces.

La niña echó un rápido vistazo a su alrededor para ver quién lo había tirado hasta sus pies, pero no encontró a nadie. Así que decidió llevársela para estudiarla con más detalle.

Cuando llegó a su casa lo primero que hizo fue coger algunos libros que tenía su padre en la biblioteca que trataban sobre baloncesto. Ella todavía no sabía por qué estaba haciendo eso, pero era como si algo en lo más profundo de su corazón hubiese despertado.

Después de un largo mes investigando de dónde podía proceder aquel balón, concluyó que era uno de los balones que el equipo de su ciudad utilizaba para entrenar. Eso despertó aún más interés en la niña. ¿Por qué habrían abandonado aquel balón tan importante?, ¿qué significaba aquello?, ¿encontraría alguna explicación lógica a aquella situación? Tenía tantas preguntas tan difíciles de contestar que todo aquél al que preguntaba se le quedaba mirando con una cara de gran asombro o de interés por la niña.

Unos cuantos meses después, la niña comenzó a jugar al baloncesto. Practicaba todos los días al menos dos horas sin descanso. Y así, poco a poco, iba superándose a sí misma cada vez que cogía el balón.

Pasado algún tiempo, la niña se apuntó al equipo de baloncesto de su colegio, al que tanto había deseado entrar desde que empezó a botar el balón, pero el motivo por el que nunca se había animado a hacerlo era porque temía no ser lo suficientemente buena y que sus compañeras se burlasen de ella, pero por fin había tenido el valor de apuntarse para que la enseñasen a jugar mejor.

Dos años después, aquella niña se convirtió en una gran jugadora pero, a la vez muy individualista, ya que solamente quería ser la favorita del público. Pero llegó el día en el que su entrenador no la sacó de titular en un partido decisivo para el equipo. Cuándo se sentó en el banquillo el entrenador se dirigió a ella diciéndole que animase a sus compañeras y aprendiese de ellas.

Al principio la chica no lo entendió, pero cuándo empezó el partido se dio cuenta de que sus compañeras estaban jugando el equipo y todas tenían pintada una sonrisa en la boca. En aquel preciso instante comprendió que el baloncesto era más que un deporte, era un juego en equipo con el que disfrutar y parte de sí misma y su vida diaria. Mientas esos pensamientos rondaban por su cabeza, la primera parte del partido acabó y todas sus compañeras se dirigieron al vestuario con una mirada que indicaba cansancio e indignación.

La chica miró al marcador y vio que iban perdiendo de quince puntos, entonces decidió ir al vestuario para animarlas y aconsejarlas. Una vez allí empezó a decirles todas las cosas buenas que habían hecho en la primera parte y que, si seguían así, seguro que lograban remontar y ganar. Pero lo más importante era que disfrutaran y jugasen en equipo como habían hecho hasta ahora. Estas palabras conmovieron a todas sus compañeras y al entrenador, que enseguida alabaron su reacción de compañerismo ante un momento tan difícil como aquel.

Sus compañeras volvieron al campo, llenas de energía y con un brillo de esperanza en sus ojos y así comenzaron la segunda parte. Quedaban tres minutos para que finalizara el partido cuando una de las contrincantes cayó sobre el tobillo de la base del equipo, lesionándola gravemente. El entrenador pidió el cambio dándole la oportunidad a nuestra protagonista de demostrar lo que era capaz de hacer cuando jugaba en equipo. El partido transcurrió lenta pero intensamente, no estaba nada claro qué equipo iba a ganar puesto que el resultado estaba muy igualado. En el último segundo el equipo rival, fruto del nerviosismo, cometió un error al hacer una personal en un momento decisivo que suponía dos tiros libres para la chica que estaba demostrando haber comprendido que un partido se gana por un equipo unido y no por uno mismo.

Lanzó el primer tiro libre y lo anotó con precisión, en su mano estaba forzar la prórroga y tener la posibilidad de ganar el partido. Se preparó para lanzar, en su rostro se reflejaba una gran concentración. El balón salió directo a la canasta, rebotó dos veces en el aro, saliéndose finalmente por uno de sus extremos.

El público no daba crédito a lo que acababa de suceder, instantes después el árbitro pitó el final del partido, habían perdido y la cara de nuestra chica reflejaba un intenso dolor y amargura, en cambio todas sus compañeras se acercaron a animarla tal y como ella había hecho antes. En ese momento la unión del equipo fue tan fuerte que el disgusto se desvaneció dando paso a la alegría, al darse cuenta de que esta derrota les había hecho ser un equipo mucho más fuerte.

mayo 26, 2020

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Relato finalista categoría "preinfantil/infantil"

¿Por qué esconderse? - Gonzalo Coarasa Modrego

 

Por suerte, lo lograron de nuevo. El hecho de que no les hubiesen descubierto todavía era de vital importancia para ellos. No sabéis cuánta. Tanta, que he pensado que se merece una pequeña historia...

– ¿Dónde has estado hasta tan tarde?

– Pues... he... estado... paseando - mintió.

– ¿Dos horas?- se extrañó ella.

No creáis que a los demás les iba mejor. Pero se habían vuelto tan habituales las mentiras, tapaderas y excusas que ya no les importaba demasiado. Al fin y al cabo, solo eran un grupo de chavales que jugaban clandestinamente al baloncesto en contra de la estúpida sociedad en la que vivían. Hacía muchos años que habían prohibido practicar deporte, después del miedo y la psicosis que había dejado la pandemia. Así que, ¿qué era lo peor que podía pasarles?

Como siempre, empezaron con unos para unos, tiros libres, partido... Pero quién les diría que ese día lo cambiaría todo.

Todos fueron a casa, preparando por el camino la nueva excusa, con la vaga esperanza de que sus padres picasen el anzuelo. Todos menos uno. Pedro, el más pequeño de todos, y también el más débil del equipo. No soportaba ver cómo sus compañeros avanzaban tanto mientras él los miraba desde fuera del partido, con el mínimo anhelo de que al menos uno de sus tiros llegase a tocar el aro.

 Así que se quedó allí, a pesar de que los otros habían advertido que los controles policiales se reforzaban a partir de la puesta de sol.

Tiró y tiró, botó, saltó, practicó su fuerza en los brazos y la agilidad. Luego de eso repitió la serie durante tres horas más, concentrándose en cada paso y los pequeños detalles que hacían que nunca hubiese logrado nada.

Y, sin poder advertirlo, llegó el atardecer.

– ¡Dios mío, he de volver, ya hace un rato que el sol se puso! - exclamó al mirar al cielo tras muchas horas de intenso entrenamiento.

Cuando se disponía a salir por patas del lugar, oyó una grave voz a los lejos:

– Quieto ahí, chico. ¡Las manos donde pueda verlas!

Pero no logró escuchar esto último. Sus piernas habían reaccionado solas ante el peligro, y echó a correr sin rumbo hacia su irremediable destino. Estuvo corriendo durante unos interminables minutos, horas, días... ¿Quién sabía?

Sus fuerzas empezaban a agotarse, ya apenas podía moverse, y cayó desplomado al suelo. Seguidamente, notó como unas rígidas manos lo levantaban instantáneamente del suelo.

– Más te vale darme una buena excusa o irás derechito a chirona – dijo, agarrándole bruscamente del cuello de la camisa.

Pero, de alguna extraña manera, Pedro no conseguía articular palabra. Su corazón latía a mil por hora, y el sudor le inundaba la cara. Al no recibir una respuesta, el policía se enfureció mucho más que antes.

– ¡Como no me digas qué hacías con ese balón de baloncesto, te juro que...!

Pero no le dio tiempo a terminar la frase, pues Pedro había desatado repentinamente su furia interior y gritaba tan alto que toda la gente del pueblo salió al balcón a ver qué pasaba.

– ¿Acaso hemos de escondernos de lo que nos gusta solo por los problemas que hace años ha sufrido esta ciudad? ¿Somos nosotros los culpables?

Al ver cómo se había quedado el policía (y todo el pueblo) al ver su reacción, Pedro decidió recuperar la compostura. Ya se veía venir una buena bronca, o, a lo peor, una temporada entre rejas... Pero no sucedió así. Al contrario, tras unos minutos de sepulcral silencio, el policía lo soltó, dio media vuelta, y comenzó a andar en dirección contraria. Todo el pueblo aplaudió al valiente chico que había devuelto la normalidad a la ciudad.

Durante unas semanas, se construyeron y reforzaron canchas de baloncesto, porterías de fútbol y material de primera calidad. Ya nunca más tuvieron que esconder su pasión por algo.

Años más tarde, en la entrevista en la que me basé para relataros esta historia, le pregunté cuál había sido su experiencia favorita tras la reconstrucción de la ciudad.

Lo más curioso – dijo entre risas - es que ninguno de mis tiros logró jamás tocar el aro.

 

 

 

mayo 25, 2020

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Fallo del primer certamen literario "basket en cuarentena"

 

Madrid, 25 de mayo de 2020

Esta mañana estamos estrenando la "Fase 1", sabemos que para muchos de vosotros eso es el pasado y estáis ya en la "Fase 2", porque muchos de vosotros nos habéis escrito desde fuera de Madrid. Eso es lo primero que nos ha gustado mucho de este concurso, haber sido capaces de llegar a muchos sitios e involucrar a mucha gente del mundo del basket de toda España. Lo que surgió como una idea para tener "ocupadas" a las jugadoras de mi equipo terminó convirtiéndose en todo un reto para organizar un concurso con algo más de recorrido. 

No ha sido fácil pero aquí tenéis los resultados de las diferentes categorías: 

 

Preinfantil/Infantil

Finalista: "¿por qué esconderse?" de Gonzalo Coarasa

Ganadora: "El verdadero significado del baloncesto" de Laura de la Flor Frago 

 

Cadete: 

Finalista: "Cuestión de prioridades" de Marta Villalonga

Ganador: "Esta es mi historia" de Nicolás Aguirre

 

Junior: 

Finalista: "Al compás del balón" de Lucía Zurita

Ganadora: "La belleza de la derrota" de Maira Díaz

 

Os recordamos los premios: 

Ganadores: 100 euros a canjear en libros en la librería que elijáis y un balón Spalding TF-1000 de talla 6 o 7 a elegir por vosotros. 

Finalistas: 50 euros a canjear en libros en la librería que elijáis. 

Os escribiremos por email para que nos digáis la librería elegida para ponernos en contacto con ellos y el tamaño del balón.

Muchas gracias de corazón a todos por haber participado. Ha sido una experiencia fantástica dentro de esta pesadilla de pandemia.  

 

 

mayo 02, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 20)

Después de escuchar el relato de Raquel Peláez, se hizo el silencio en el salón de Cercedilla. No es una metáfora. Los confinados callaron durante varias noches seguidas porque llegaron a perder la esperanza de salir algún día de ese encierro. Hay momentos en los que el miedo y el desánimo vencen a la ficción, y eso es algo que los allí presentes, contadores de historias como eran, les costó asumir. ¿Y si los libros no fueran la salvación? Era una idea inquietante, pero de una solidez inapelable.

Del pueblo llegaron rumores de un posible final del confinamiento. El panadero, que se había acercado hasta la casa todas las semanas para dejarles víveres, les habló de un calendario de fases y franjas horarias que los autores no terminaron de comprender con toda la claridad que hubiesen deseado, pero que les sirvió para recuperar el ánimo y, mejor aún, para entretenerse con sofisticados problemas teóricos: por ejemplo, ¿un padre de 70 años puede ir en bici con su hijo a las 3 de la tarde acompañado por el perro mientras tira la basura? y cosas por el estilo.

Esa noche, Mónica G.Prieto se animó a contar una historia que llevaba varios días escribiendo en su cabeza.

"Es largo", avisó casi como una amenaza.

 

LA VENGANZA
MÓNICA G.PRIETO
De cómo el odio mata

 

Si alguien hubiera preguntado a Lalo por su vida, y si Lalo hubiera sido un hombre honesto, tendría que haber admitido que toda su biografía se había fundado en un odio absoluto, irracional y atávico hacia Esteban.

Sabía que su actitud no era normal, pero de igual modo comprendía que la debilidad que había marcado sus días era inconfesable. Si se ponía en la piel de sus amigos, cuando departían tras horas y horas de alcohol y tabaco en el bar o en cualquiera de sus domicilios, sabía que de hacer un repaso a sus acontecimientos vitales todos destacarían sus estudios, sus amantes, sus éxitos y sus fracasos, sus hijos, sus adquisiciones, sus experiencias y sus muertos, pero para el fornido obrero toda su existencia se había basado en la más profunda inquina hacia su ex jefe, ex padrino y actual vecino, el hombre que amargó los días de su padre y, por lo tanto, la persona más despreciable que cabía esperar en la tierra.

 Sus primeros recuerdos emergían ensombrecidos por la presencia de aquel hombre ya anciano, alto y adusto, moreno y unicejo, en apariencia afable, paternalista y orgulloso, que parecía esforzarse cada minuto por labrarse una imagen pública intachable.  Nunca confesaría que durante años le engañó con su actitud, tanto que Lalo aún sentía la punzada de la contradicción en algunas ocasiones en las que se sentía agotado, envejecido de tanto odiar. En aquellos momentos de debilidad, casi se podría decir que le guardaba estima, la misma que se destina a un tío lejano del que sólo se aprecia el cariño del roce familiar, porque su maldad es ignota. O mejor dicho, querría admitir que le apreciaba, pero sus genes se lo negaban.

Lalo había sido criado para detestar a ese hombre y no podía rehuir su destino.  Desde el día en que la silicosis le obligó a jubilarse del andamio con apenas 45 años, dedicó todas sus fuerzas a planear el asesinato perfecto. Un proyecto vital que le absorbía día y noche desde hacía una década y que le obligaba a documentarse sobre cada método, así como todos los flecos que debía rematar antes de dar por concluida su misión de forma exitosa. Porque, por encima del crimen, estaba la buena imagen de su familia: su esposa Ana, una mujer indecisa y temerosa que reverenciaba a su marido por órdenes de la Iglesia y mera costumbre social, y su hija Maribel, una brillante licenciada de Enfermería ajena a las emociones viscerales de su padre. Y tampoco quería acabar con sus huesos en un penal. Matar a alguien sin dejar ni rastro no era un trabajo fácil, ni siquiera para un criminal vocacional.

 Durante los primeros años tras su retiro, Lalo investigó lo suficiente para comprender que no podría llevar a cabo el asesinato en persona. El problema no sólo era el arma homicida —la herramienta representaba un reto para él, incapaz de decidirse— sino las múltiples derivaciones que se extraían de semejante acción. En primer lugar, su habitual torpeza le llevaba a pensar que dejaría pistas genéticas, aunque pusiera todo el cuidado posible en no hacerlo. El ADN era una variable incómoda, porque por mucho guante de látex y mucha redecilla en el pelo resultaba imposible controlar su rastro en la escena del crimen. Daba lo mismo que se deshiciera de las ropas o del arma del crimen —eso creía tenerlo resuelto— porque su rastro era incontrolable e invisible. Lo mismo ocurría con el lugar del crimen: era imposible cometerlo fuera de la localidad porque, desde que Esteban tuvo aquel amago de infarto, cumplidos los 70, hacía vida de puertas para adentro: sólo salía cada mañana al parque, para jugar al dominó con sus amigos, y los domingos para comer con toda su familia al completo en un restaurante cercano. Era imposible encontrarle solo, como lo era que nadie reparase en Lalo si osaba entrar en su portal, porque todos conocían su historia común. Ese era el tercer inconveniente: cualquiera del pueblo al que se le preguntara conocía la animadversión entre las familias de Esteban y Lalo desde que el padre de éste aún estaba vivo. La historia estaba tan enraizada en el vecindario que formaba parte de la tradición local. Si la guardia civil se encontraba frente al cadáver de Esteban, un empresario acaudalado que podía acumular enemigos, el primer sospechoso en el que pensaría sería en Lalo, que apenas vivía dos bloques más allá, a tan poca distancia que, si ambos se asomaban a la ventana al mismo tiempo, podían verse las caras.

            Lalo llegó a pensar en contratar a un mercenario, y sólo su proverbial torpeza le hizo descartar la idea. Si él conseguía no dejar rastros de la comunicación con el asesino y lograba que nadie más les vinculase, sería el encargado de matar a Esteban quien -seguro- cometería algún error. Lalo era tan consciente de sus aptitudes como de sus ineptitudes, pero era muy consciente de que si no confiaba en sí mismo para una tarea, no podía confiar en nadie. En un interrogatorio, cualquier asesino a sueldo cantaría a la primera para minimizar su pena. Y no estaba dispuesto a fundirse la jubilación en una celda, ahora que podía dedicarla a fundirse cada céntimo en la tasca del pueblo y vivir sin angustias ni lujos su vida de jubilado prematuro, disfrutando de una vida resuelta ensombrecida solamente por su némesis.

 

 

Cuando a España llegaron las primeras noticias de la pandemia, Lalo había comenzado a resignarse ante la idea de convivir con el monstruo. Su verdadero hobby era planear el crimen de su vida, y le resultaba tan fascinante y satisfactorio que merecía dedicarle unos años más, aunque las posibilidades de éxito fueran escasas. Al fin y al cabo, su ira y su propio cerebro, que se rebelaba ante cada intento de olvido, eran los únicos escollos a la hora de desarrollar una existencia placentera, ya que Esteban nunca se relacionaba con la familia e incluso le evitaba en las calles del pueblo. Jamás coincidían —ambos ponían de su parte— y apenas preguntaban el uno por el otro.

Esteban había sido el mejor amigo de su padre, Luis, desde que ambos eran unos chavales. Cuando terminaron los estudios secundarios, los dos empezaron a trabajar de peones en la empresa de construcción del padre de Esteban. Luis disfrutaba de esa vida sin ambiciones: podía pagarse las copas, calentar sus primeras peleas e invitar a las primeras muchachas que nutrirían su lista de amantes. A Esteban, en cambio, los líos sentimentales le ahuyentaban: él era un hombre casero, que disfrutaba de la estabilidad más que de la aventura, pero habría hecho cualquier cosa por su amigo Luis, lo más parecido a un hermano que le había ofrecido la vida.

            Las cosas degeneraron cuando Luis dejó embarazada a una de esas amigas, Lola, una morena arrebatadora que había compartido aula con los dos amigos durante años.

Lola contaba que Luis le respondió con un portazo en plena cara cuando acudió a su casa a contarle que tenía un retraso en la menstruación. Y tenía razón: el muchacho entró en pánico, puso fin a su relación y acto seguido buscó refugio en Esteban, quien no pudo evitar escandalizarse por el problema al que se enfrentaban gracias a la irresponsabilidad de Luis, porque él era parte de su vida y no podía desentenderse de sus dilemas; más bien al contrario, asumía que parte de su labor como amigo consistía en ayudarle. Así que decidió mediar ante Lola para buscar una solución consensuada, y lo terminaría logrando de la forma más insospechada. De las interminables tardes de desahogo en el parque, charlas eternas en las que ella vomitaba sus sentimientos y lloraba furiosa de despecho, surgió un amor sincero que derivó en un compromiso formal. Ella no sólo le ofrecía pasión: también una familia y la estabilidad con la que siempre había soñado; él, a cambio, criaría al niño como si fuera suyo, librándola de la mácula del embarazo indeseado.

            Cuando se lo dijo, Luis no supo se cómo reaccionar. Porque no lo sabía. No estaba dispuesto a sacrificar su juventud por un polvo rápido, y aunque siempre se había sentido atraído por Lola, no quería entregarle su libertad sin haber hecho un buen uso de ella. Y por supuesto, no estaba preparado para criar a un niño. Ni siquiera sabía si quería seguir viviendo en aquel pueblo, aunque tampoco aspiraba a más. Sin estudios, sin padrinos y sin dinero, Luis intuía que la vida nunca le ofrecería mucho más que aquella morena de ojos vivaces y labios carnosos, pero querría que hubiera sido su opción, no un embarazo de penalti. Así que, finalmente, agradeció a Esteban que le liberase de la carga de la paternidad no buscada y le estrechó entre sus brazos con un nudo en el estómago que presagiaba que las cosas nunca volverían a ser iguales para ambos.

            No lo fueron. La boda de Esteban y Lola fue tan jodidamente perfecta -palomas blancas, trajes inmaculados, el mejor restaurante del municipio y hasta una orquesta de Madrid que quemó cuerdas y gargantas hasta el alba- como lo sería su relación de pareja y su familia de película. Se querían y lo demostraban, en público y en privado, en una especie de amor encadenado que se retroalimentaba y crecía exponencialmente a medida que se incrementaba la prole -al primogénito, Arturo, le seguirían dos niñas-   y pasaban los años. Su devoción era proporcionalmente inversa a la que lograba sentir Luis por nadie a medida que se hacía mayor. Los escarceos le mantuvieron entretenido durante varios años, pero cuando cumplió 28 era un hombre consumido por el alcohol, el juego y la envidia que había acumulado contra su ex mejor amigo. En su soledad macerada en ginebra, Luis remodeló su pasado a su antojo para evitarse reproches y encajar un puzle en el que Esteban era el único e ingente obstáculo hacia su felicidad. Esteban el perfecto, Esteban el elegido, Esteban el privilegiado, el hombre que había nacido con un pan debajo del brazo, el patrón que abusaba de sus peones sin mancharse en las obras, el niñato que acaramelaba a las novias despechadas para humillar a otros, el robahijos que pretendía ser alabado en su inconmensurable bondad. El amor fraternal que les unía degeneró en un odio atávico y secreto que sólo se podía intuir, pero nunca verbalizar.

            Aunque Luis no se atrevía a escupir su veneno en público, Esteban comprendió pronto que su amistad se había corrompido, pero no supo abandonar a su mejor amigo del colegio. Cuando heredó el negocio de su padre, le contrató de forma indefinida sabiendo que su calidad profesional no lo merecía, confiando en que al menos la seguridad económica le hiciera centrarse, pero aquellos pequeños gestos sólo aumentaban la inquina del obrero, convencido de que lo hacía para seguir agraviándole. Su hijo Arturo, criado por Esteban, era el doloroso recordatorio diario de todo aquello que podría haber tenido, aunque Luis se cuidaba mucho de exteriorizar ningún sentimiento hacia el crío, dado que le beneficiaba que nadie en el pueblo intuyera siquiera quién era su verdadero padre.

Cuando cumplió 30 años, y aconsejado por su amigo, Luis decidió casarse con una secretaria de la constructora, joven y atractiva, a la que no amaba. Lo consideró un mero trámite obligatorio en su madurez y una suerte de divertimento con el que pretendía emular a Esteban, pero la relación entre Luis e Inés, como se llamaba la secretaria, se agotó antes de que naciese su único hijo, Gonzalo, al que todos apodarían Lalo.

            Luis pasaría el resto de sus días -hasta su muerte, un ictus pocos días antes de su jubilación- envidiando a Esteban e inculcando ese odio en Lalo, su proyecto personal de venganza. El pequeño era un cuaderno en blanco donde reescribir la historia, donde inyectar sus vulnerabilidades, sus traumas y sus ambiciones, con la esperanza de que su hijo -a quien despreciaba por su inseguridad innata- hiciera acopio del valor que él jamás albergó y le hiciera el trabajo sucio de acabar con aquella rémora que le arrebató su felicidad y su vida.

 

 

La suya fue toda una vida dedicada a la inquina y a la venganza frustrada ahora por la maldita pandemia que había confinado a miles de millones de personas. Al principio, la noticia le desbordó: en su cálculo mental, una cuarentena de puertas para adentro implicaba no volver a pisar el bar y la mera idea de convivir con su mujer le generaba sudor frío. A medida que los muertos comenzaron a contarse por cientos, la magnitud de la tragedia transformó sus inquietudes: su conexión a Internet le permitía dedicar más horas que nunca a estudiar, reformular y perfeccionar el asesinato ideal mientras su mujer permanecía en otra habitación, y el suministro de alcohol estaba garantizado en los supermercados. Con Ana llevaba años sin mantener más que conversaciones intrascendentes, casi de cortesía, y no le resultaba necesario mejorar la relación pero cada vez que ambos se sentaban a comer, frente al televisor que destinaba su programación casi completa al coronavirus, se generaba un diálogo casi inadvertido en el que ambos verbalizaban su asombro por el evento más inesperado y mortífero de sus días.

Como le ocurrió al resto de españoles, la fascinación por el coronavirus comenzó a devorar horas y horas de lectura, radio y televisión al día. Asocial por naturaleza salvo por sus incursiones al bar, jamás habría pensado en participar en un acto comunitario —nunca había pisado una reunión de vecinos, una obligación asignada a su mujer que ésta consideraba un entretenimiento—, pero la pandemia le sumergió en un estado de colectivismo impropio de su mal carácter, así que comenzó a salir tímidamente al balcón a las ocho de la tarde, sin mayor pretensión y sin cruzar la mirada con aquellos vecinos enardecidos que encontraban apoyo y fuerza en la tribu asomada a las balaustradas. Sólo se fijaba en uno de ellos: el rostro parsimonioso y contrariado de Esteban, reinventado en múltiples y nuevas poses que le granjearían el apoyo del barrio: la de persona de riesgo, por su edad, y la de benefactor del barrio, ya que su familia aprovechaba sus propias salidas al supermercado para hacer la compra a todos los ancianos que lo necesitaran. Y Lalo fruncía el ceño y apretaba los labios en una mueca que sólo parecía adivinar su esposa, disgustada por el odio que albergaba el hombre con el que compartía la vida.

Una de las primeras tardes de ovaciones y vivas, sus vecinos, aquellos con quienes apenas cruzaba miradas ordinariamente, gritaron entre vivas su apellido: el homenaje a los sanitarios se encarnaba en la figura de su hija, cuya labor y cercanía en el centro de salud era muy apreciada por todos. Sin quererlo, de forma indirecta e inconsciente, Lalo descubrió una insospechada aportación que le llenó de un orgullo que jamás había percibido con anterioridad. Y sintió una comunión excepcional, inaudita, con la misma sociedad a la que repudiaba. Le habían permitido entrar en el selecto club de la gente respetable. Esa misma noche, su hija Maribel regresó a casa cariacontecida: la dirección de Salud había dictado su traslado al Hospital Universitario para reforzar la gestión del Covid-19. Ella se sentía aliviada y motivada por la oportunidad, pero la joven tenía miedo de contagiar a sus padres.

— Yo pondré yo las normas, y no quiero que discutáis. Yo misma pondré mi ropa y calzado en la lavadora después de cada jornada laboral. Y hasta que no me duche después, no os tocaré. Y por favor, no entréis en mi cuarto y mucho menos en mi baño: yo me encargaré de la limpieza de todo. No podemos asumir riesgos.

Lalo aprobó la idea con un gesto de la cabeza, pero su mente estaba ya muy lejos del salón. A medida que Maribel hablaba, se había iluminado una minúscula, casi imperceptible bombilla en lo más recóndito de su cerebro. La pandemia le ofrecía una oportunidad soñada para rematar su misión vital que no podía desperdiciar, porque nunca sabría si habría una posibilidad mejor. Arriesgada, pero brillante. Sería un asesinato jodidamente perfecto, porque el sospechoso habitual era el enemigo público número uno y todos, toda la Humanidad, conocía su nombre. Y así se sorprendió buceando mentalmente en busca de fórmulas para contagiar a Esteban, que con 75 años ya era población de riesgo, con el virus que cada día su hija pudiera llevar de regreso a casa adherido a su ser. Poco a poco, una sórdida sonrisa iluminó su rostro: ya tenía una ocupación a la que destinar la cuarentena.

 

 

Como era un hombre paciente, Lalo dedicó la primera semana a estudiar el comportamiento de su hija al regresar del trabajo. Su hija se levantaba con el alba y se marchaba temprano al hospital, para regresar antes de la cena, con el rostro desfigurado por el equipo de seguridad y una expresión de desconcierto y puro agotamiento. Cuando ambos oían la llave penetrar en la cerradura, se encerraban silenciosamente en el salón. La mesa estaba puesta, a la espera de que su hija pudiera acompañarlos, y ambos consumían aquellos minutos sin mirarse a la cara. Ana temía descubrir en Lalo el intrínseco terror que padecía ante el sufrimiento y el potencial riesgo de Maribel. Lalo sólo tenía miedo de que su mujer leyera en su mente su fatídico plan.

Maribel, por su parte, entraba rápidamente en su baño: allí se quitaba toda la ropa y la introducía en una bolsa de plástico que cerraba con extremo cuidado, tirando de las cintas, y depositándola en su cuarto. Arrojaba la mascarilla quirúrgica y los guantes a la papelera y la cerraba, anudando los extremos de la bolsa para deshacerse de ellos personalmente al día siguiente: prefería no mezclar aquella basura con los desechos domésticos. Después se metía en la ducha y lloraba de impotencia durante 20 largos minutos, bajo un chorro de agua casi hirviendo que le dejaba ronchas rojas en su espalda. Aquellos minutos se convertían en su ceremonia de resurrección, en su transición desde el infierno del hospital hasta la normalidad de su hogar. Una vez que se secaba el pelo, cogía la bolsa de la ropa y la depositaba en el interior de la lavadora, a alta temperatura, antes de entrar en el salón y besar a sus cariacontecidos padres, tratando de reconfortarles.

El plan de Lalo tenía que salir de aquel espacio, de aquella tierra hostil en la que se habían convertido las dependencias de su hija. Los primeros días, cuando Maribel se alejaba en su coche rumbo al hospital, el obrero aprovechaba las incursiones a la panadería y el supermercado de Ana para examinar el dormitorio y buscar puntos flacos. Pero no había nada. Su hija se comportaba como un maldito espía, borrando huellas tras de sí. Resignado, terminaba cerrando la puerta de un portazo y buceando por los medios y las redes sociales en busca de resquicios. Sólo veía una posibilidad: robar una prenda de ropa de la bolsa con sumo cuidado antes de que entrara en contacto con el agua caliente, pero sería injustificable. ¿Cómo hacerlo sin que ella se diera cuenta?

A medida que leía y leía, se le iban ocurriendo otras estrategias: la imagen de dos enfermeras chinas rapándose el pelo para no contagiar a sus familiares alimentó otra posibilidad. ¿Y si le cortaba un mechón antes de que se duchase? ¿Cómo lo conseguiría, dado que su ritual implicaba lavarse meticulosamente antes de la cena? ¿Y qué le garantizaba que estuviera infectado? Su propia seguridad también le preocupaba, dado que no tenía el valor de los suicidas. Imaginaba que llevar guantes le protegería del contacto con el virus, y asumió que cuando llegase el momento debería llevarlos a mano. Pero todo ello requeriría mucha paciencia. La única forma de llevar a cabo el crimen perfecto era esperar a que su hija bajara las defensas. Lalo sólo interrumpía sus indagaciones a la hora de las comidas y antes de caer el sol, para sumarse a un aplauso que le producía cierto resquemor pero que, a estas alturas, ya formaba parte de su estrategia criminal porque en él radicaba parte de su invulnerabilidad. Nadie sospecharía de una familia heroica y mártir de la sanidad pública, capaz de tener a su única hija en la primera línea de frente. Y eso incluía a los parientes de Esteban, aquella familia idílica que se pavoneaba en la ornamentada barandilla del ático de su edificio cada tarde a las 20.00 en punto. Cada noche, Esteban y Lalo se desafiaban en silencio con la mirada, uno a la defensiva y otro al ataque, y cada noche quedaban en tablas. Y cada noche, Maribel llegaba un poco más cansada de las interminables jornadas en el hospital, más huraña y menos comunicativa.

Su padre vigilaba, invisible, su agotamiento y sus cambios de humor, buscando un resquicio que le permitiera aprovecharse. Lo logró una noche, cuando la joven llegó a casa tambaleándose, sosteniendo a duras penas la bolsa con su uniforme y su equipo de seguridad. Maribel sufría un ataque de ansiedad que trataba de ocultar a sus padres, así que cerró tras de sí la puerta de su cuarto y se echó en la cama a llorar de forma desconsolada. Demasiadas horas, demasiados casos, demasiados cadáveres y demasiada impotencia. Su madre se acercó y llamó sigilosa con los nudillos, y la voz de su hija se impuso, quebrada. “Mamá, no quiero cenar, no me encuentro bien. Por favor, dejadme descansar”. Ana se retiró suavemente y regresó al salón, donde Lalo veía un interminable noticiero.

—La niña no está bien, Lalo. Deberíamos hacer algo —dijo.

—¿Y qué quieres que hagamos? ¿Cómo debería estar? Déjala que se tranquilice, mujer, y guárdale la cena en el horno para que pueda calentarla cuando quiera.

—Dice que no quiere cenar. ¿Crees que deberíamos llevársela a su cuarto, si no viene?

Lalo lo pensó unos segundos.

—Pues sí, deberíamos, porque necesita recobrar fuerzas. Esperemos un rato, y si no viene se la llevaremos.

Una hora después, Ana había dispuesto la carne estofada con un trozo de pan y un platillo con fruta y flan en una bandeja. Secundada por su marido, ambos se acercaron a la puerta pero, en lugar de llamar, Lalo susurró.

—Maribel, hija, ¿estás bien? Te hemos traído la cena. Debes comer algo.

Pero la joven no emitió ningún sonido. Ana abrió mucho los ojos, como animando a su marido a hacer algo, dado que ella tenía las manos ocupadas. Y Lalo vio una oportunidad única para actuar. Rezando porque la bolsa de ropa no hubiera acabado en el baño, empujó suavemente el picaporte e introdujo la cabeza por la habitación.

—Está dormida. Anda, mujer, pasa y deja la cena en la mesa, para que al menos pueda comer cuando despierte —dijo abriendo la puerta para permitirle entrar. Mientras Ana entraba nerviosa, él revisó rápidamente la habitación. De una bolsa de basura de color azul sobresalía algo de ropa, entre otras prendas, una mascarilla. Le sorprendió porque pensaba que el material era desechable, más allá del uniforme de trabajo, pero no estaba dispuesto a renunciar a la que podía ser su última posibilidad. La agarró y la introdujo en el bolsillo del pantalón sin apenas pensarlo. Mientras, Ana se acercaba al rostro hinchado de su hija y amagaba con acariciarle la piel cuando Lalo la agarró del brazo.

—Vamos, mujer. No la despiertes —dijo alejándola de la cama.

Y con su arma homicida en el bolsillo, regresó al salón sumido en un estado de felicidad próximo al éxtasis. Aquella noche, mientras las mujeres dormían, él pergeñó los detalles. Su idea era colocar la mascarilla, perfectamente estirada, en uno de los paquetes de 20 unidades que Maribel les había llevado al principio de la pandemia y “donarla” a la familia de Esteban, que seguro estaba necesitada de equipos de protección. Para ello, pretendía usar a uno de sus ahijados, el hijo de un compañero de andamio que vivía en la primera planta del edificio de su némesis. Sería tan fácil como coincidir con él en una de las contadas visitas a la calle y pedirle que la llevara en nombre de su hija, dado que el chico no tenía muchas luces y estaba acostumbrado a recibir órdenes. Pero ¿y si no funcionaba? Su hija no tenía síntomas pero era lógico pensar que estando en contacto con enfermos, tenía que estar en contacto con el virus. Así que decidió no apostar todo a la misma carta. En medio de la madrugada, con sigilo, se acercó a la puerta del dormitorio de Maribel y pegó el oído a su puerta: sólo escuchaba su profunda respiración. Giró el picaporte y entró sigiloso. Maribel no había cambiado ni siquiera de postura respecto a la noche anterior. Lalo sacó una pequeña tijera, la misma que usaba para recortarse la barba, y con extrema delicadeza le cortó un mechón. Tras guardarlo en una pequeña bolsa hermética, no pudo evitar acariciar a su hija. Su rostro demacrado le enterneció como no le había sucedido desde que era una cría.

 Dedicó la noche a colocar su sorpresa en la caja, y al día siguiente puso su plan en marcha. Maribel no trabajaba —tras 20 días de jornadas seguidas, sus jefes le habían pedido que descansara para recuperar fuerzas— y Ana no quería desperdiciar aquellas horas con su hija. Necesitaba ayudarla, reconfortarla como cuando era niña, y también necesitaba distanciarse un poco de la actitud arisca de su marido que ensombrecía con sus arranques de mal humor sus días de confinamiento.

—Lalo, hoy te toca a ti ir a comprar pan. Yo quiero pasar el día con mi niña. Para un día que nos la dejan... —dijo.

Lalo se quejó para no faltar a sus costumbres. Que si por qué no comían sin pan, que si la calle era un foco de infección... pero finalmente cedió a regañadientes. Entró en su cuarto, se vistió con parsimonia ocultando el paquete de mascarillas en el bolsillo de la chaqueta y salió de casa rumbo a la panadería. Como esperaba, su ahijado estaba en la cola.

—Hombre Ramón. Cómo va eso…

—Pues ya sabes, bien confinados. Pero con tal de no pillar el bicho, pues aguantaremos, ya sabes…

—Mira, mi hija me ha traído del hospital mascarillas, y sabiendo cómo está la cosa, pensó en que los de Esteban las podrían necesitar. Ya sabes, está muy mayor. ¿Te importa dejarles el paquete en la puerta? Pero no les digas quién se las envía, ya sabes que no tengo buena relación con ellos.

—Hombre, qué detallazo. Claro que sí, dámelas. Me alegra que esta crisis te esté reblandeciendo —murmuró con satisfacción.

Lalo dibujó una sonrisa bovina en su cara y siguió con la conversación irrelevante hasta comprar el pan. Después regresó a su casa, henchido de orgullo y de excitación. Contaba con que la familia asignara las mascarillas al patriarca. Aquella noche, cuando la ovación volvió a estallar en las calles, salió al balcón y observó con profunda satisfacción que Esteban salía a aplaudir con mascarilla. Y por primera vez en mucho tiempo, se encomendó a  los dioses para rogar que fuera la primera del paquete, aquella que con tanto cuidado se había procurado. Durmió con una paz inaudita y soñó con su padre, Luis, bendiciéndole desde el más allá.

A partir de entonces, su vida fue una carrera contra el tiempo. Su impaciencia por observar resultados tuvo su recompensa días después, cuando Esteban dejó de aparecer en el balcón. Al día siguiente, Ana regresó del supermercado con la noticia que llevaba años esperando recibir. Esteban había sido ingresado, infectado por el virus. El pueblo entero se preguntaba cómo podía haberse contagiado, pero dado que el enemigo invisible era todopoderoso, era cuestión de tiempo que alcanzara el barrio. A Lalo le costaba contener sus emociones. Maribel les confirmó por la noche que Esteban había sido ingresado y que su estado era grave. Eran las mejores noticias que podía recibir Lalo. Sin embargo, su emoción se fue disolviendo a medida que pasaban los días. La satisfacción de la venganza no era la panacea que esperaba, pero al menos había cumplido el último deseo de su padre antes de morir. El sí estaría orgulloso de Lalo.

Una semana después, antes de la comida, un enorme revuelo se formó en el barrio. Los gritos y vítores de sus vecinos le forzaron a asomarse al balcón, y desde allí contempló a Esteban salir de un coche, acompañado de sus hijos, y saludar como un torero victorioso que acaba de rematar la faena. Los residentes rompieron en aplausos, para celebrar la vuelta a la vida de quien ya intuían que sería el mártir local del coronavirus. Lalo, demudado, salió a la barandilla seguido por su mujer, para asistir a la resurrección de su némesis con la boca desencajada. Y un violento arranque de tos hizo que las miradas se volvieran hacia él.

Ana dio un paso hacia atrás, de forma inconsciente.

—Lalo, ¿te encuentras bien? —pronunció antes de que el obrero volviera a atascarse en otro ataque de tos.

—No. Llama a Maribel —acertó a decir, antes de que el pánico se apoderase de su mente de criminal frustrado. Lalo miró a Esteban, de pie junto al coche que le devolvía a la vida. Y creyó ver una sonrisa sardónica en sus labios.

abril 23, 2020

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Sant Jordi distópico

Amábamos las terrazas y la calle y mentiría si dijera que no lo sabíamos. Claro que lo sabíamos, y por eso lo defendíamos en cuanto teníamos oportunidad, porque si algo nos diferenciaba y nos hermanaba era esa manera de entender la vida en comunidad, la vida en la calle. Tal vez fuera por el clima o por la alteración de la sangre propia de estas fechas pero desde el primer paso en la primera calle por Sant Jordi hasta el último abrazo en la feria del Retiro con su “hasta el año que viene” siempre pasaba todo lo mejor del año. Los que nos dedicamos a hacer libros y mantenemos un espíritu gamberro estamos hoy muy apagados. Somos adictos a los saludos, a los abrazos, a conversar con los autores, y a hacer muchas de esas cosas que hoy están proscritas. Tocar libros, olerlos, “sfogliarli” como se dice en italiano para pasar páginas al azar, volverlos a dejar en su sitio y coger otros, repetir el proceso, así mil veces en una liturgia que a los libreros exaspera, estoy seguro de ello. Hace mucho que no veo a mis libreros de cabecera, bueno, hace mucho que no veo a nadie. El año pasado llegamos a Barcelona a media mañana, soy gamberro pero también soy un poco vago y no me gusta madrugar para coger un AVE, y eso que vivo en Delicias. Llegamos a Sants y cogimos un taxi un poco al azar, el año pasado acompañaba a David Jiménez. El Director era su libro y estaba funcionando como un tiro, pero no teníamos ni la menor idea de cómo podía ir ese día. ¿Firmaría mucho? ¿le conocería la gente? ¿los lectores? Yo le iba preparando para la hecatombe, es algo que me gusta hacer. Le digo a los autores que todo va a salir mal, si sale bien alegría y si sale mal pues ya te lo dije. La vida es dolor, ya lo decía Schopenhauer hace doscientos cincuenta años. Ese día salió bien. Tocó alegría. La rambla Catalunya ya estaba llena cuando llegamos, pero no sabía todavía que eso era un “llena” que podía empeorar hasta convertirse en realmente llena. Llena a niveles de quedarme en medio de la calle, parado y ser arrastrado por una marea humana. David no paraba de saludar a gente, de firmar libros, La Central, Alibri, todos encantados. Yo mismo incrédulo, saludando a caras conocidas, repartiendo abrazos a caras no solo conocidas sino también queridas. Esquivando caras que no quería cruzarme, que uno también tiene sus fobias. En esto me encontré de frente a Ramón Lobo, como un ser de luz, con el pelo blanco iluminado y los mofletes sonrosados, creo recordar que vestía un polo azul, pero mi memoria es más vaga que yo. Nos abrazamos. Me dijo lo primero que el financiero de una editorial espera escuchar en un día de Sant Jordi en Barcelona, “recibí la transferencia, sois los más puntuales de todos”. Otro abrazo, claro que sí joder. En este sector, no sé si lo sabéis, pero no todo el mundo paga, en otros tampoco, ya lo sé. Tras la efusividad con Ramón me encontré con Nacho Carretero, que estaba en plena promo de su libro sobre Pablo Ibar. Otro gran abrazo, de los de Nacho, que son como los míos, largos. Él no me dijo nada de la transferencia, bien sabíamos los dos que la había recibido, pero sí que me dijo algo que el financiero de una editorial espera escuchar en un día de Sant Jordi en Barcelona “estoy firmando mogollón de Fariña”, a lo mejor no fue así, pero esto es un blog, no es una crónica. Estaba feliz. Inmensamente feliz. El día era radiante, cielo azul, temperatura suave y ese punto de humedad que cuando llegas de la meseta te huele a mar y a verano. El tercer gran abrazo se lo di a Blanca Establés, le tengo mucho cariño desde que nos conocimos ya no sé ni cómo ni cuándo. Ahora estaba haciendo lo mismo que yo pero para su editorial, que es más seria y esto lo lleva organizando meses, con una agenda y mucho movimiento. Nosotros la verdad es que teníamos cinco firmas en cinco sitios, algo por lo que fui calificado en ese momento de “¡¡suertudo!!”. El día fue pasando con ese estado casi de éxtasis, propio de una fiesta de final de curso, de un baile el último día del campamento. La tarde era más tranquila en la zona de Diagonal, más amplitud, menos gente, pero en +Bernat David se volvió a dar un baño de masas, sin las apreturas de la rambla Catalunya había más espacio para la conversación. A las ocho nos separamos. La jornada “oficial” había terminado y él tenía una cita para cenar con amigos suyos. Yo no había planificado nada porque no sabía qué íbamos a hacer, así que tocó improvisar. Llamé a Marta de la revista 5W que es de Madrid y siempre que voy a Barcelona hago por verla aunque raramente lo consigo. Esa vez tampoco lo conseguí. Ellos estaban desmontando su mesa. Les había ido muy bien. Acabé llamando a Clara Asín, al fin y al cabo me quedaba a dormir en su casa, que es mi piso franco en esa ciudad. Estaba con amigos suyos y allí que me fui. Todo esto lo cuento porque hoy estoy en casa, sin saber qué lugar común decir sobre el día del libro. Y justo el año pasado tras tomar unas cañas en una terraza nos fuimos a la sala Apolo, en la primera fiesta por el derecho a la vivienda en la que actuaba Maria Arnal a la que en ese minuto todavía no conocía y a la que escucharía cientos de veces durante el año siguiente. Mucha gente nueva, y muchas ganas de celebrar lo que fuera. Terminamos en la azotea de un edificio de la calle Blai, bebiendo litronas, hablando de política, claro, y de libros hasta bien entrada la madrugada. Del AVE de vuelta a Madrid solo recuerdo que me dormí antes de arrancar y me desperté llegando a Atocha. Y sí, todo esto me viene a la cabeza en el día de Sant Jordi del año siguiente, confinado en casa, sin saber qué puñetero tuit poner, qué puto libro recomendar, qué decirle a los libreros o a los periodistas que me han preguntado estos días. Me apetece viajar justo a la primavera pasada. Volver a sentir esos abrazos, esa luz, esa energía. ¿Qué libro recomiendo? Cualquiera. Para viajar con la imaginación, toma topicazo. Para salir de este confinamiento físico y volar. Nada me saca de los tópicos. Estoy desatado. Pero creo que lo ha resumido mejor mi socio esta mañana en twitter:  

Porque leer es maravilloso, qué os vamos a contar, pero a veces cuesta mucho leer y no pasa nada. Come, bebe, ríete, folla. Eso también es formidable.

También podéis no hacer nada, tumbaros en el sofá, mirar al techo (mirar al techo está infravalorado) y esperar a que vuelva abrir tu librería favorita y darte un homenaje voluptuoso. O rebuscar en tus estanterías y leer ese tocho que nunca leíste. Puede ser un buen momento. O no.