abril 20, 2020

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1er (y esperemos que último) concurso literario "Basket en cuarentena"


Desde Libros del K.O. queremos aprovechar la cuarentena y que todo el baloncesto está parado para retar a todos los jugones y jugonas a un partido diferente. Os proponemos un concurso de relatos sobre baloncesto. Podéis escribir sobre lo que queráis, la imaginación es libre, simplemente tiene que tener relación con el baloncesto. Tenemos cabida para todo, la historia de lo que se le pasa por la cabeza a alguien mientras tira un tiro libre, una historia de amor dentro de un club o con alguien de un club rival, hay miles de ideas que se os pueden ocurrir. 
Tenemos tres categorías, por supuesto mixtas.
1. Preinfantil/Infantil para nacidos en 2006 y 2007
2. Cadete. Para nacidos en 2004 y 2005
3. Junior. Para nacidos en 2002 y 2003
La longitud máxima de los textos debe ser de 1.000 palabras (unas dos páginas de word en Arial 12).
Los premios serán: 
Ganador de cada categoría: Lote de 100 euros en libros a elegir en la librería que designe cada ganador, balón de basket Spalding TF-1000 (en 6 o 7 en función de lo que pida el ganador).
 
Finalista de cada categoría: Lote de 50 euros en libros a elegir en la librería que designe cada finalista.
La fecha límite para entregar los textos será el día 10 de mayo a través de email en la dirección hola@librosdelko.com con el Asunto "Concurso Basket en cuarentena".
abril 09, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 19)

Después de escuchar el relato de Silvia Cruz, el coro de periodistas se giró hacia Emilio a la espera de que recogiese el guante lanzado, se lo calzase, y se sentase junto al fuego a contar su historia, pero Emilio, tramposo como editor que era, juzgó inoportuna su ascensión a la categoría de autor y, con esa excusa miserable y cobarde, se fue al patio a por más leña.

 

Cuando regresó, Raquel Peláez reinaba en mitad del salón. Después de unos días cabizbaja como la estación de autobuses de Avénida América un martes por la noche en invierno, ahora sonreía como esa tarde de verano en la caseta de Libros del K.O. en la feria de libro de Madrid, cuando apareció con gorra de chulapa, una bolsa llena de latas de Mahou y una cohorte de admiradores detrás —Anna Wintour castiza— para firmar noventaytantos ejemplares de ¡Quemad Madrid!

 

(portada de Zapico que el salvaje Guillermo, ahora convaleciente pero recuperándose de la peste, había tuneado cambiando "quemad" por "cerrad").

 

 

 

 

 

—Aquella tarde éramos felices, y lo sabíamos— dijo Emilio.

 

Y fue entonces cuando Raquel cogió el guante de Silvia y comenzó a hablar.

 

 


QUERIDO ANDRÉS

RAQUEL PELÁEZ

De cómo decir la verdad mintiendo y del peligro de los Levi`s blancos

 

 

 

 

Querido Andrés

 

La cuarentena es traicionera y no sé por qué no puedo parar de pensar en ti y en todo lo que nunca te dije. 

 

Si cierro los ojos aún puedo recordar esa sonrisa llena de dientazos blancos que no sé con qué Binaca prodigioso te lavabas, aquellos Levi’s 501 que como un auténtico vaquero te calzabas, aquel gesto de recogerte el flequillo que a todas nos desmayaba y aquel olor a Massimo Dutti que de tu llegada y tu presencia nos avisaba. 

 

Ahora que nos han empezado a racionar la electricidad por las noches yo he comenzado a escribir cartas bajo la luz de las velas como hacía San Genadio, el Santo Ermitaño que se refugió en las montañas de El Bierzo. Así que ahí voy. 

 

Andrés, quiero confesarte que para agradarte siempre te mentí. 

 

Nunca me gustó el fútbol. 

 

Aborrecía el fútbol. 

 

En el colegio religioso en el que tú y yo nos conocimos, a las chavalas nos asignaban en los recreos apenas unos metros cuadrados en una esquina del patio para jugar a la goma. Mientras tanto, a los chavales los curas os concedían, para correr a vuestras anchas, lo que, a mis ojos de loca bajita, parecían hectáreas.

 

Confinada el rincón de las chorbas durante años (y como comprenderás, ahora uso las palabras “chorba” y “confinada” con mucho más respeto que antes) mi cuerpo desarrolló generosamente sus características más femeninas además de un talento casi gimnástico para una disciplina deportiva que consistía en esquivar vuestros balonazos. Digamos que yo jugaba al fútbol también, pero al revés. 

 

Por este motivo, le tenía bastante rabia al balompié y sin embargo, en los albores de la pubertad, en esas fechas en las que uno comienza a sentir algo muy parecido al deseo, tú empezaste a mirarme con ojos golosos. Yo, que no me daba cuenta de mis demás atributos, pensaba que si me aprendía los nombres de algunas alineaciones de memoria y me leía Los silencios de El Larguero, de José Ramón de la Morena, podría conseguir que nunca dejases de hacerlo. 

 

Solo tenía quince años cuando te convertiste en mi primer novio pero todavía conservo un tic del tiempo en que estuve enamorada de ti: me quedo con datos futbolísticos aleatorios que luego repito como un papagayo. Por ejemplo, hace solo unos meses dije en el trabajo: “Cuando Cristiano Ronaldo dispara a gol puede hacer que la pelota alcance una velocidad de 119 kilómetros por hora”. Por supuesto, tal afirmación generó mucha polémica y varios compañeros me indicaron amablemente que vaya soberana gilipollez, que quien de verdad era capaz de impulsar el esférico a una velocidad prodigiosa con su melón era Roberto Carlos.

 

¿Tú recuerdas a qué velocidad iba el balón aquella fatídica tarde de abril? 

 

Yo recuerdo que en el techo de nuestra clase había un fresco imaginario en el que ET El Extraterrestre tocaba con su dedo de luz la mano creadora del Dios del Antiguo Testamento, quien, iracundo y arbitrario, nos vigilaba a todos. Aquel dios nos veía temblar de frío los lunes a las ocho de la mañana en las clases de griego y latín, que impartía un señor bajito y de pelo blanco al que llamábamos “padre”. Yo te miraba de reojo cada vez que él decía: “Χαλεπ τ καλά [Lo difícil es bello]” pero en cuanto veía tu cara pensaba: “Mi caaaaasa”. 

 

No creas que no me sentía culpable, Andrés. Yo era una estudiante aplicada y una católica abnegada y sabía que dios se daría cuenta de que no estaba siendo honesta cuando te decía que claro que me sabía qué era un fuera de juego, que por supuesto que me interesaba lo que dijese Javier Clemente y que sin duda me importaba la posición del Dépor en la clasificación de La Liga. Pero también sabía que el Altísimo no contemplaría con buenos ojos aquellas frotadas indecentes que nos metíamos después de tus entrenamientos, en las que inhalaba tu olor como si fuese oxígeno. Y no tenía ninguna intención de cambiar mi actitud pecaminosa. 

 

Yo por ti y por aquellos ratos de diversión era capaz de todo. Incluso de aburrirme hasta la muerte. 

 

Ahora, en este Confinamiento, no nos queda más remedio que aburrirnos, Andrés, pero en nuestra adolescencia era opcional. 

 

Y voluntariamente hasta la muerte me aburría en el campo del ENDESA, que así se llama la empresa que nos ha quitado la luz ahora y que entonces pagaba el riego del césped sobre el que corrías tú todos los sábados por la tarde. En las bancadas blanquiazules de aquel recinto nunca había más de dos personas, que en la lejanía eran dos puntitos negros y de cerca éramos, en dos filas diferentes, tu padre y yo. 

 

Aquella tarde de abril él prestaba atención al partido pero yo, como siempre, hacía tiempo mirando absorta las majestuosas montañas nevadas del Valle del Silencio, donde una vez vivió retirado del mundanal ruido el monje San Genadio. 

 

Justo estaba yo pensando si ese año el deshielo traería mucho caudal de agua para regar la siempre fértil huerta berciana cuando noté que sí, que efectivamente un caudal bajaba rápido y abundante, pero uno que salía de mí, desbocado y puñetero. Yo, que estaba allí esperando a que terminases con lo tuyo para después poder dedicarnos a lo nuestro, empecé a sentir terror. Sospechaba que si aquello no paraba, se me extendería una mancha por todo el pantalón. Y se estaba extendiendo, porque podía sentirlo. Me daba en la nariz que si me levantaba, el drama no terminaría en los dominios del jean, pues probablemente habría un charquito rojo escandalosísimo en el banco. Yo no recordaba dónde me había sentado exactamente y pensaba, “Por favor, que sea uno de los bancos azules, por favor, que sea uno de los azules”. 

 

Presa del pánico, aproveché que te dirigías a toda velocidad hacia la portería para levantarme y comprobar que no, que el banco era uno de los blancos, como el Levi’s que yo había escogido para seducirte tras el partido aquella tarde. Aún no había ninguna mancha, pero el desaguisado podía llegar a ser monumental. Impotente, sin saber qué hacer, estaba a punto de echarme a llorar cuando escuché a tu padre gritarte como un loco: “¡Dale, dale, dale!”. Te miré. Vi como ya dentro del área levantabas tu cuerpo del suelo varios metros, recibías el balón en la cabeza y rematabas con fuerza inaudita. 

 

La pelota, de una forma casi antinatural, se torció y empezó a girar hacia las gradas a una velocidad robertocalista. Yo la veía aproximarse a cámara lenta hacia mí pero me parecía tan improbable que llegase hasta donde yo estaba que cuando me rebotó en toda la cara y por fin rodó por las gradas abajo me quedé inmovilizada. Tras unos segundos, de mis narices empezó a salir sangre a borbotones. Sangre y más sangre. Primero sentí una rabia horrorosa. Tantos años en aquella esquina del colegio aprendiendo a esquivar balones para finalmente no saber driblar en el partido más importante. Pero luego me di cuenta de que aquello me había salvado de otro bochorno que entonces me parecía muchísimo peor. Teatralmente, como si un árbitro me hubiese pitado una falta falsa, me eché las manos a la cara fingiendo un dolor insufrible. Tú y tu padre me gritabais: “¡¿A dónde vas?!”, “¡Pero a dónde vas!”. Yo había empezado ya a correr como Cristiano detrás de un gol. Corría y corría. Y sin dejar de correr bramaba: “¡Adiós Andrés! ¡Adiós! ¡Me voy! ¡Estoy sangrando muchísimo!”. Nunca volví a cogerte el teléfono pero aquella tarde, por primera vez, te dije la verdad. 

 

 

 

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abril 04, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 18)

Después del mail de Alberto Arce, los autores, de natural caóticos y dispersos, procedieron, como si fuesen críticos de suplemento cultural elaborando listas de navidad, a clasificiar por géneros los relatos escuchados hasta esa noche y, tras mucho negociar, llegaron, no sin asombro, a la conclusión de que las narraciones de Cercedilla podían resumirse en dos categorías: pesadillescos y eróticos. 

Fue entonces cuando Silvia Cruz se llevó la pipa a la boca, masticó la boquilla como una detective en un tablao, y comenzó a hablar:

 

 PRIMER AMOR
SILVIA CRUZ LAPEÑA
 O sobre cómo encontrar al lector ideal es mejor que enamorarse

 

 

¿Un relato de amor? ¿Cartas? ¿Un beso? Vamos a acabar jugando al streap-póker. Os diré algo: nadie va a creer que un puñado de periodistas esté aquí encerrado y ninguno haya intentando aún ligar con nadie. ¡Ah, que no somos de diarios! Claro, somos de mensual y de dominical, de crónica de largo aliento y… Unos pesados. ¿A quién engañamos? Emilio, abre un sello de ficción y déjanos en manos del reflejo y la invención. ¿Qué si caeré? Pues claro, no sé decirte que no, esa es mi ruina, corazón.

 Dime, ¿qué quieres que cuente yo? ¿Una historia? No llames a los demás, déjalos jugar a cartas, renegar de Kapucinsky (¿aún lo cita alguien en serio?), reclamar a Colombine (¡sí!) o debatir si hay que entrevistar (¿cuál es la duda?) a los de Vox. ¿Qué te cuente algo privado? ¿Personal? Ya ¿Cuánto? ¿Casi verdad, autoficción o prefieres que lo llame reportaje novelado? 

 ¿Mi primer beso? Así no seremos nunca Byron ni Mary, Emilio. ¿Bocaccio? Tampoco Bocaccio, qué más quisieras. Venga, vamos al lío. Enciende tu cigarro, yo la pipa. Échame un cable a mí y troncos al fuego. Dame una mano. Hagamos espiritismo. Mira a la chimenea, yo respiro, tú ayúdame a recordar. Ya viene… Es verano. Es el Sur, sí, a ver si crees que las carnes se le abren a una lejos de donde nació su padre. ¿Temperatura? 45 grados, era una calor jodida, Emilio, había horas del día en que no nos apetecía ni el agua de la piscina. ¿Edad? Vieja de cuna.

 ¿Que si este recuerdo huele a jazmín? No, Emilio, huele a azahar y a naranja amarga, el fruto del desamor y el que maceran las brujas para sus cosas. ¿Qué cómo lo sé? Emilio, yo digo ‘dame la mano’ y tú la tiendes: ¿qué otra prueba necesitas, corazón? Pero calla y mira al fuego, que puedo recordarlo sola, pero contarlo no. Concéntrate, dame también la otra mano, sé mi editor.

“Bailar pegados no es bailar…” ¿Lo oyes? ¿Qué esperabas a Camarón? ¿Qué quieres que te diga, Emilio? La música buena no llegaba a aquella discoteca, y con suerte, llegaba a alguna casa un par de años después de ser parida. No era lo único bueno que se nos negaba: de haber enviado pelis importantes a ese pueblo, los estrenos habrían llegado siendo ya clásicos. También era culpa del dueño del cine: solo abría en invierno y si le apetecía.

 Lo que no llegaba tarde eran los besos. Los besos eran precoces y a veces eran a la fuerza y de quien no querías. Hubo un verano tan terrible que pasó a la historia como “El Estío Frío”. A quien le tocaba se le notaba enseguida: solían ser niñas y la mirada se les quedaba perdida hasta el cumpleaños siguiente. Pero las abuelas no le dieron importancia: “Suele pasar los bisiestos”, decían y la vida, aunque más triste, continuaba.

 ¿Que cómo se llamaba él? Carlos. ¿Qué si me lo estoy inventando? Emilio, lo único que me invento yo es la suerte. ¿Qué si bailábamos? Cada día. Una vez, danzando al borde del barranco donde quedábamos al salir del colegio, se me fue un pie, me hice un esguince, él me montó en su moto y me acercó al dispensario. Fue el día más bonito de mi vida. Por eso no necesité nunca una boda, Emilio, porque la tuve esa tarde: una asistencia completa, un baile agarrao y la sensación de tener dentro de mí algo partido.

 Bailábamos sin música, ¿sabes? Bailábamos hablando. Y sin besarnos. Qué jodida es la inocencia,¿no te parece? Te convence de que no hay otra forma de afrontar la vida, aunque en verdad, funciona como el paraíso: una vez te dan boleto, no hay regreso. En la discoteca también bailábamos: sudando como animales si la melodía era bailable y un poco obligados si el ritmo bajaba. Era raro, Emilio, porque eso que hacíamos Carlos y yo tan bien a solas –bailar, hablar, observarnos– era imposible cuando otra gente miraba.

 Pero aquel día sonó “Bailar pegados” y nos dio igual… Mira al fuego, Emilio, ahí estoy yo: otro pelo, otra ropa, la misma risa sí, la misma imbécil. Es la primera vez que veo esto desde fuera, desde arriba y desde lejos. No me mires a mí, Emilio, mira al frente y ayúdame a calcular: ¿de cuánta torpeza es un cuerpo capaz? ¿Y dos? Qué bueno me pareces cuando callas, qué piadoso: ¿será por eso que corriges tan bien mis galeradas?

 Acércate, estás a punto de ver el instante que querías, la historia más de mentira —te lo has ganado– que te voy a contar nunca, Emilio. “Es como estar bailando solo…” Noto la mano de Carlos entre la cadera y las costillas: demasiado joven para que el hueco entre corazón y mi coño pareciera una cintura. ¿Qué cómo sé que es su mano? ¿Ahora eres periodista? ¡Porque lo sé! ¡Y tú! Viviste en Bahréin, Emilio. ¡En el desierto! ¡En un erial! ¿Qué podría contarte a ti del tipo de información que la piel da? 

 Reconocería su tacto aunque pasaran mil años, sonara Technotronic o la novena de Schubert. Y ahora que eres fact-checker, comprueba esto: pocas manos en el mundo dan calambre, Emilio. Suelen ser de chico flaco a quien le gusta la carne abundante de mujeres altas, chicos que te sacan dos centímetros pero parecen 20 porque son chicos que bailan y tienen manos de pájaro, casi garras: sujetan fuerte, pero no hacen daño. Estas, además, juegan al fútbol: 16 en el carné, en la camiseta, el 3.

 No, no se parece a Maldini, Emilio. Carlos es casi rubio, listo a medias, tiene la intuición sin aliñar y está a punto de besarme, así que no preguntes más. ¡No hables, memoria, dale al fast forward! ¡Ya! Fue ahí, Emilio, en esas gradas de discoteca de verano pintadas con cal. ¿No lo ves? Mira al fuego, enfoca: mira a esos dos, muertos de miedo, que han leído en algún sitio que al besarse igual el suelo se agita, pero lo que en realidad sucede tras tres caricias, dos pares de pupilas imantadas y un solo beso, es que se acaba la infancia. 

 Sí, te has dado cuenta: no es Maldini, pero es muy guapo. Y muy bueno. Y los ojos, esos ojos que le cambian de color a cada instante, según le dé la luz, según el aire… Y aún siendo así y siendo verdes, son constantes… Ya, me estoy poniendo dulce y me das miedo porque ese tropezón, Emilio, tú no me lo corriges a mí como debieras… Sacas tu lima y raspas enfados, rodeos y moralinas, pero apenas me amputas nunca una ternura. 

 ¿Que si soy afortunada, Emilio? No, pero lo parece. ¿Sabes que a la suerte hay quien la llama contexto? Yo, por ejemplo. Pero sí, quizás sí estoy bendecida. Mira, tú mismo. ¿No fue una suerte encontrarnos? Yo, hasta cuando me haces llorar, bendigo el día. No quieres hablar de esto, ¿verdad? Prefieres oírme, oírnos, leernos y apuntar tus comentarios a lo que escribimos otros en los márgenes del folio. Y ahora querrías cambiar de tema, pero… ¿Que acabe antes lo mío? Tienes razón, Emilio.

 ¿Que qué sentí? Qué bien me guías… Pues que más excitante que el beso fue el flequillo casi rubio rozándome la mandíbula. Fue un beso extenuante. Hubo tanto de todo que hasta sobraba una boca. No pongas esa cara, ¡conozco esa cara! Has visto mis nudillos y quieres que saque el puño entero. Pero hoy no hay golpe de efecto, Emilio, no hay contraste. No fue torpe, imperfecto y desgarbado y a la vez un sueño. No, Emilio, ese beso no fue ni doloroso ni bello: solo andadura.

 Sí, claro que es normal lo que ves ahora. Dos no-niños en un bordillo, hombro con hombro, sosteniéndonos el uno al otro sin utilizar las manos, mirando cómo bailan los demás porque eso es ser novios: sentarse a quererse, encender la tele, el inicio del final.

 Hasta aquí la respuesta a tu pregunta. ¿Qué más quieres? ¿Mi último beso? Me tomas el pelo y tocas hueso. ¿Fue antes o después de la epidemia? No quiero acordarme, Emilio. ¿Por qué quieres ahora ponerme triste? Habla tú ahora, ven, cámbiame el sitio. Siempre quise saber cuándo descubriste que Carla era un dragón. ¿Fue en el desierto? Va, cuéntame, si nadie escucha, ya duermen todos… ¿Que quién vigilará el fuego? Yo. ¿Que si sabré? Va, Emilio, tú sabes que leer es escribir de otra manera, un cante de ida y vuelta corrector. Es tu turno, dale, cuenta, que yo me encargo de la leña y los renglones, corazón…

 

Sigue leyendo el capítulo 19

 

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Silvia Cruz es autora de Crónica jonda y Lady Tyger

marzo 31, 2020

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El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 17)

Tras escuchar el cuento de Fermín de la Calle, los autores pasaron el resto de la noche recreándose en las posibilidades narrativas de una orla universitaria, ese obejeto formidable capaz de lograr la simetría perfecta entre lo cómico y lo fúnebre.

Antes de dormir, Emilio repaso la bandeja de entrada —"¿por qué solo él consigue cobertura?", murmuraban inquietos los autores, sospechando que la peste no era real sino una macabra trampa de sus editores para hacerlos trabajar— y encontró un correo de Alberto Arce. Lo leyó rápido, inquieto, casi molesto.

Al día siguiente volvió a releerlo, más tranquilo. La rabia de Arce era adictiva y siempre transparente. Decidió que esa noche lo compartiría con los demás:

 

VIÑA ALBALÍ, DOS EUROS LA BOTELLA
ALBERTO ARCE
De cómo a veces no hay cuento alguno

 

No llegué.

Me descompuse, me confundí, y me perdí de camino a vuestra reunión. Quizás con propósito. A nadie le gusta presentarse azorado, perplejo, tímido y muy inseguro. Menos aún, disfrazado de estallido garantizado a partir del segundo vaso.

Pero leer a June me centró. Comimos en Managua hace años. Entonces me asustó. Ella cuestionaba lo establecido. Yo me leía a mí mismo como parte de lo establecido. Ya no me siento parte de nada. Toca reconocerse. Hoy me arropa su franqueza. Convoca a un refugio que siento más acogedor que la ficción erótica, la ensoñación aventurera o el cinismo irónico: El de la vulnerabilidad. Así que, y a modo de despedida, me autorizo a no llegar y despedirme. Lanzando una batería de excusas, no mentiré, que además destilan cierto victimismo.

*

Mi ansiedad no es vírica.

Soy asmático de nacimiento. Ayer, bronquios en pito, vencí a la responsabilidad y llegué a urgencias. En medio de la auscultación resbalaron las lágrimas. Regresé a casa con valium y orfidal. La doctora me dijo que no me sintiera especial. Que no era el primero.

Mi ansiedad son 42 meses tratando de vestir una camiseta de reportero de nuevo. ¿Es poco tiempo? ¿Es mucho tiempo? ¿Es patológico?

El 16 de noviembre de 2016, justo antes del mediodía, me levanté de una silla con tanta mierda acumulada después de semanas viendo agonizar a mi padre en una UCI, que grité fuerte. Miré atrás, vi que la empatía ni rozaba las miradas que corrían huidizas a esconderse en el suelo y me fui pegando un portazo. Compré dos latas de cerveza y a falta de sindicato, le pedí a Paulina el teléfono de una abogada. 

¿A quien se le ocurre pedir el teléfono de la abogada después de pegar el portazo rompiendo la baraja?

Lo tenía ganado, me dijo la abogada, pero de bruto que soy, por el portazo, el tamaño de la sanción recibida: La expulsión de ese Olimpo de cartón piedra. En mi unidad de conteo de vida, esos 42 meses de expulsión comienzan a parecerse a para siempre.

Pasemos a otro tema, dirían tantos.

No puedo, respondo.

Ahora, quemados todos los puentes de regreso a la profesión, desnudo, sin camiseta que sudar, ya sin sindicatos, ni abogados, sí que  necesito un médico.

*

Desde que aterrizamos en Asturias el verano pasado, tripulo uno de esos barcos que salen a explorar el norte y llegado el invierno se dejan atrapar por el hielo, entregados a su suerte, confiando en que la primavera los libere allá donde la derrota los haya abandonado.

Estaba avisado de lo que me encontraría de regresar a casa.

No creo que llevara ni dos semanas aquí, debió ser el mismo día que se inauguraba la Semana Negra, gorroneando un Chester en la puerta del Ayuntamiento de Gijón. El decano de los periodistas locales me espetó, perdonándome la vida de momento, y sólo si aceptaba no molestar: “La gente como tú, aquí lo tiene muy difícil”.

Define “gente como tú”. Mi gran error es ser yo. Mi solipsismo. Tomarme demasiado en serio.

Unos días después, David, cerveza en mano y en un bar de la misma Semana Negra, me zumbó a palma abierta y con la seriedad del aparatchnik, “Bájale. Aquí nadie te debe nada, da igual lo que hayas hecho o de donde vengas”.

Recuerdo que mientras David me decía eso, se me iba la vista a la escena que se desarrollaba unos metros por detrás. Juan Carlos Monedero bailaba rodeado de La Gente de aquí. Lo bueno de los sitios pequeños es que uno conoce a La Gente desde hace tiempo.

*

No vinimos porque quisiéramos. Vinimos porque se nos acabó la visa en Estados Unidos y no teníamos otro lugar al que ir. Antes del otoño ya sabía que nadie me iba a dedicar media hora ni por la curiosidad de ponerle cara al fracaso.

Por eso lo de desconectar y darle más espacio a la güerta, que para eso la hemos abierto Manu y yo a base de lomo doblado. Por “todo esto que está pasando”, hemos dejado sin montar la cerca. Cortamos los árboles, pelamos los troncos, nos hicimos con el alambre de espino y de repente todo se detuvo.

 Él empezó a sacar fotos. Yo me quedé en casa.

Alguien tendrá que defender les fabes de mayo y los cebollines de los jabalíes.

*

El domingo Manu regresó, pero ya no fuimos a la tierra. Se pasó el día redactando un petitorio en nombre de la asociación de fotoperiodistas. Estoy contento, le puse café y pude aportar algo en el segundo punto, que dice así: “La seguridad de que los medios que pacten los servicios de colaboradores eventuales sin relación contractual estable responderán a las posibles consecuencias físicas y económicas que surjan de un posible contagio y su consiguiente incapacidad laboral durante el desarrollo del trabajo”.

Manu no tiene periódico ni agencia pero se ha juntado con otros fotógrafos y están publicando diarios del virus en Instagram. Me propone que vaya. Yo quiero, claro. Aunque sólo sea para llevarle las cámaras. Pero me muerdo los dedos y no voy. En vez de obedecer, que a veces en eso consiste escuchar a quienes te quieren, me he enquistado en mi tozudez. Me he hecho más daño aún. He escrito por enésima vez a los de siempre, ofreciendo mi trabajo. Así que me he quedado en casa.

—Me parece muy bien, hermano —sentencia Manu sin despedirse.

Otra forma de querer, más integral, es la de Sarah. Para ella no tiene sentido salir a contagiarse o contagiar sin que nadie pague un mínimo jornal por una pieza.

 —Si no es trabajo, ¿qué es? —pregunta. —¿Entras a una residencia a reportear y se lo pegas a 30 abuelos?

*

Cuando me contaste lo de finalista del premio Kapuscinski me puse a llorar. No puede ser que nadie quiera darme trabajo y al mismo tiempo me digan que sigo ahí, aparentemente siempre en la terna. Congelado en la terna. Editado a blanco y negro. Pedro me espeta:

—Eso sólo significa que eres bueno y volverás a serlo— dice.

—¿Cuándo? —respondo. —Llevo 42 meses esperando regresar.

—No entiendo por qué no te alegras —cuestiona. —Con esa actitud, es imposible, ya lo sabes.

Me doy cuenta de que hablamos idiomas diferentes y lloro de nuevo. Porque lo perdí.

*

Sigo con la excusa. Esta era esa una de esas notas que empezó telegráfica, pretendía tan sólo justificar una asistencia razonada a vuestro encierro y ya me ha envejecido un par de años por página.

A menos que me limite a hablarte de mí mismo y mis pensamientos de cocina y Viña Albalí de dos euros la botella, el bloqueo es total. No hay cuento alguno que aportar a vuestro proyecto.

La vida interior lo está colonizando todo y cuando nos conocimos, recién fundada la editorial, no me convocaste a emociones, poesías ni ficciones. Aquellos huevos fritos en terraza de mayo de 2011, recién regresado de Misrata, eran una invocación al periodismo. A salir ahí fuera y contar historias interesantes.  Fui capaz de cumplir un tiempo. Te envié el libro de Libia desde Belice en cuestión de meses y el de Honduras desde Huatulco, en México, a finales de 2014.

Luego ya no pude. Luego el resbalón, luego la caída. Una tarde fumando en un banco de Reforma, whatsapeaba con El Columnista. Me pedía consejos para proponer un viaje a El Salvador en su periódico. Cuando le envié unas fotos de cabezas cortadas que acababa de encontrarme en un agujero, me dijo que mi gran error era no escribir en pijama desde casa como hace él. Tenía razón.

    Pensé. Emprendí. Pensé que estudiar de nuevo ayudaría. Me becaron bien becado. A nadie le importaba lo que aprendiera, que daba igual seguir las reglas escritas, pelear por la mejor beca, llegar a Estados Unidos y aprender derecho, migraciones, refugio, por más que fuera el tema del año y la libreta que llevaba años rellenando. La partida nunca había pisado esa cancha, la de la formación.
      Así que me quise un rato. Me apunté a tres horas semanales de etnografía con una de esas buenas profesoras de pequeña ciudad universitaria del Medio Oeste que me hicieron tanto bien. Recuerdo que cuando estábamos a punto de irnos de Michigan, la primera vez que te propuse pasarme un estudio de campo por la conciencia me hiciste ver, con sensatez, que eso no nos interesaba y me aconsejaste que saliera a la calle.

      No estabais por la vida interior ni por el metaperiodismo.

      Te hice caso.

        Pensé. Emprendí. A la calle me fui. Me conoces, soy un tipo radical y me pasé de frenada. La calle fue un invierno en la tundra. Tenía sentido, no me lo niegues. Alaska, Cambio climático. Tunearme a mí mismo. De la violencia caribeña al Permafrost. Tampoco funcionó. Enviando copypasteados de la biblia en Yupik, habría logrado lo mismo que saliendo a reportear el Ártico. Dice más de ellos que de mí. Erré el tiro y acabé desperdiciando el año. No te entregué el libro que te prometí porque pensé que colaborando en prensa recuperaría el empleo. Me quedé sin libro a cambio de una paja mental.
            Pensé. Emprendí. Regresé a casa. A lo rural, lo vacío. Una de las cosas que he aprendido en el monte, en un curso para producir shitake, es que si inoculas mezclado con serrín y cera de abeja –nada, apenas un dedo- en un tronco de roble y lo dejas quieto y a la sombra todo el invierno, ese micelio colonizará el tronco y saldrán hongos de cada cavidad.

              El tiempo dirá si es seta barata en blíster o shitake fresco de restaurante con estrella.

              Al llegar aquí me leo llorón. No me gusto. Pero tampoco me borro. Al contrario, me reivindico. Le he perdido el pudor al fracaso.

              *

              Emilio, al menos aún soy capaz de elegir mis propias pesadillas y domesticarlas. De tanto jugar con ellas –espero– un día se me desgastarán, pasaré página y seré capaz de escribirte lo que me pidas. Por ahora, me conformo con enviar lo que tengo. Una descripción de lo que vivo en la cocina, mi campo de batalla, lo que imagino viven hoy en miles de cocinas más.

              Quizás ya no soy el reporteo que quieres que sea pero sigo siendo reportero.

              *

              Logramos simular que no pasaba nada durante un par de horas. Cenamos hablando del virus. Vimos Arte Journal Junior. Desde que Sarah llegó a casa hasta que se fueron a la cama, todo fluyó con la facilidad de una escena repetida hasta convertirse en reflejo, en respuesta automática. Está pasando otra vez y me la sé. Antes no me daba miedo. Ahora me lo da.

              —¿Están dormidos?

              —Sí.

              —Menudo día. ¿Te pongo un vaso de vino?

              —Gracias.

              —¿Vais a ir a ver a un abogado el lunes?

              —No creo que haga falta, mira el mensaje. Nos han despedido por WhatsApp, joder. Luego hemos llamado y ya no contestaba nadie.

              “Por tanto y debido a eso se va a efectuar una suspensión temporal de contratos. No es un despido. Es un parón por circunstancias ajenas debido a no poder realizar el trabajo específico de la actividad. Está recogido en el artículo 45 del Estatuto de los Trabajadores”.

              La luz se espesó. La vibración del frigorífico se acompasó al taladro de la mosca. Hay conversaciones que sólo se pueden tener mientras se hace otra cosa al mismo tiempo. Como abrir la ventana para que salga la mosca.

              —¿Cuánto crees que has hecho este mes?

              —No llego a 600.

              —Déjame mirar a mí.

              —¿Cuánto has hecho tú?

              —405.

              —¿Hay que anular la domiciliación de los recibos de las extraescolares antes del 25, verdad?

              —¿Podemos esperar al mes que viene?

              —No, no creo. Teníamos que hacerlo de todos modos. Al menos con esto ya no hace falta inventarse historias. No vamos a ser los únicos.

              —¿Lo haces tú o lo hago yo?

              —No te preocupes, vete a la cama.

              *

              Es mucho más constructivo que los niños piensen que somos una familia viajera y aventurera. Hasta ahora ha sido bonito y ha funcionado. No creo que la mentira sobreviva una despedida más. Esa palabra que le enseñaron a Selma en el Liceo Francés de Polanco, expatriados, no nos corresponde. Nosotros somos migrantes. Vagamos buscando trabajo.

              Sabemos que en cuanto acabe el curso volverán a dejarlos a todos atrás, a Amaia, a Juana, a Rita, a Gabi, a Luis, para que papá y mamá puedan trabajar. Donde toque. Sí, seguirán aprendiendo idiomas, ya nos ganan a casi todos. Sabemos que a largo plazo será bueno para ellos.

              Pero vete y explícaselo tú, mejor.

              *

              La cama es un campo de tiro. Una noche de miles de hectáreas sobre la que la que se entrena una fuerza aérea muy cabrona. Soy yo torturándome con mis propios ysis. 

              ¿Y si aquella media mañana del 16 de noviembre de 2016 hubiera salido a fumar a la terraza en silencio en lugar de encararme?

              ¿Y si, cuando perdí y resbalé y caí a cámara lenta durante tres años alguien me hubiera tendido la mano?

              De posdata pienso en una frase de Sennet que me taladra desde hace años. “Los que habían sobrevivido se comportaban como si vivieran con tiempo prestado y no sentían que habían sobrevivido por alguna razón válida”.

              La releo y la entiendo al revés que cuando comencé a rumiarla. Por fin he dejado de centrarme en la palabra razón. Por primera vez me digo, te digo, reconozco, no sabes cómo me habría gustado sobrevivir.

               

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               Alberto Arce es autor de Misrata Calling y Novato en nota roja

              marzo 30, 2020

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              El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 16)

              La receta de gazpacho de Antonio Agredano dejó en el aire un pensamiento que, de haberse alguien atrevido a expresarlo en voz alta, hubiera sonado algo así como: "qué ganas tengo de follar en la playa". Aunque, tratándose de escritores, seguramente hubiesen adornado la frase hasta borrarle toda su fuerza. No era pudor, era exceso de estilo.

              Después de cenar, Fermín de la Calle insistió en explicarle al resto —sirviéndose de dados de tomate, capas de cebolla y pieles de pepino como corazas de dinosaurio— las distintas posiciones de los jugadores de rugby. Vista desde lejos, la melé sobre la mesa parecía un cuadro de Arcimboldo. Estaba empeñado en organizar un partido en el jardín, pero a los periodistas parecía darles pereza batirse a empujones sobre el campo nevado. Porque había vuelto a nevar. "No sé vosotros, pero peste y nevada a la vez yo no recordaba", se escuchó al fondo del salón. "Al menos nos está quedando un apocalipsis precioso", resumió Álvaro.

              Con un soplido de cuento de lobos, Fermín deshizo la melé sobre la mesa y dijo:

              — Si no queréis jugar al rugby, os contaré una historia:

               

               

              LA ORLA
              FERMÍN DE LA CALLE
              De quién somos, realmente

              "Hola Horacio. Esto que te voy a contar no se lo puedes revelar a nadie. Es de suma trascendencia y necesito que alguien lo sepa, pero debes mantener el secreto. Me va la vida en ello". Así comenzaba el SMS que acababa de recibir en su destartalado teléfono. Él no era Horacio, pero aquello le generó desasosiego, al tiempo que le despertó una curiosidad venenosa. Retiró la mirada de la pantalla y empezó a buscar, en el medio centenar de personas que ocupaban el vagón de metro en el que viajaba, a alguien que le observase con sospechosa atención. No encontró a nadie. Estaba claro: el mensaje llegó al teléfono equivocado.

              Se tomó la molestia de consultar el teléfono que se lo enviaba. Un número anónimo que desconocía y no tenía registrado en su agenda. Entonces comenzó a plantearse el escenario ante el que se encontraba. No debo leer el mensaje entero porque no es para mí y probablemente me meta en problemas si lo hago, pero si no lo hago, igual a esa persona le puede pasar algo grave. Quizás deba leerlo para ayudarle. Su cabeza se debatía entre suplantar a Horacio o seguir siendo él mismo, completamente ajeno a lo que quiera que dijese aquel mensaje. Pasaban las estaciones y la duda crecía dentro de él. ¿Te gustaría que un desconocido leyese una revelación de suma trascendencia que has hecho a otra persona? ¿Y si al leerlo te metes en un problema que provoca un giro en tu vida?

              Se bajó del metro, subió las escaleras de la estación y caminó durante cinco minutos hasta su casa apurando nerviosamente un cigarrillo e intentando distraerse con otros pensamientos. Pero no pudo porque aquello no dejaba de revolotear en su cabeza.

              —¿Qué tal tu día?— le preguntó su compañero de piso al entrar.

              —Bien, como siempre, ya sabes— respondió tratando de aparentar despreocupación.

              -Oye, te ha llegado una carta. La he dejado en tu mesa— le advirtió aquel tipo barbado con el que compartía casa desde hacía un par de años.

              Entró su habitación, cogió la carta y la abrió sorprendido al comprobar que no era comercial ni era documentación bancaria. Era una carta escrita a mano.

              —No conozco a nadie capaz de comunicarse por carta todavía— pensó.

              Y comenzó a leer: "Amigo Horacio, nada es lo que parece". ¡Joder, Horacio otra vez! En esta ocasión no pudo controlar su curiosidad y comenzó a leer el folio que tenía ante sí con la misma ansiedad con la que el náufrago devora un plato de comida tras días aislado.

              "Hace tiempo que llevo dándole vueltas a esta idea. Ellos saben que lo sé, pero no saben que tú también lo sabes".

              —¿Que yo sé el qué, joder?— respondió en alto como si estuviese hablando con alguien.

              La situación empezaba a incomodarle. Entonces recordó que no había leído el SMS y que ahí podía estar aquello que se supone que él sabía y que ellos no sabían que Horacio sabía. Rebuscó en los bolsillos de su trenca y encontró su móvil, que había muerto por falta de batería.  

              Puso a cargar el teléfono y se acercó a la cocina para hacer tiempo mientras abría una cerveza.

              —¿Qué cojones sabe Horacio que puede salvar la vida a quien quiera que le escriba y que los otros no saben que él sabe?

              Aquello comenzaba a convertirse en una pesadilla cuando ni siquiera sabía de qué iba la historia. Consumió media lata de dos tragos, fruto del nerviosismo que le asaltaba, y comenzó a darle vueltas a la cabeza camino de su dormitorio.

              Supongamos que es algo realmente trascendental. Tendré que tomar una decisión al respecto que puede marcar mi vida de una manera u otra. O quizás no sea tan importante y todo se pueda resolver con facilidad. ¿Y por qué no paso de todo esto? Al fin y al cabo yo no soy Horacio. De todas formas, se están toman demasiadas molestias para hacerme creer que soy el tal Horacio. Saben cuál es mi número y dónde vivo. No es casualidad que el mensaje llegase a mi teléfono.

              Estaba absorto en esos pensamientos cuando la pantalla de su teléfono se iluminó. Volvía a la vida. Metió el PIN, dio tiempo al celular para que cargase toda la información y comenzó a transitar por el menú camino de los SMS entrantes.

              Estaba a punto de darle a 'Abrir' cuando levantó la vista y se encontró con su orla de la facultad de informática de la Universidad de Murcia colgada frente a él. Sin saber por qué, dejó de prestar atención al teléfono y comenzó a rastrearla buscándose, como si nunca la hubiera visto. Tardó unos segundos en reconocerse en la esquina superior izquierda. Allí estaba su cara con aquellas gafas de pasta que le regaló su madre y su pelo alborotado. Y debajo, un nombre:

              Horacio Ugartebide Pruñonosa

               

              Sigue leyendo el capítulo 17

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              Fermín de la Calle es autor de Con fina desobediencia

              marzo 28, 2020

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              El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 15)

              Tras escuchar el cuento de Mar Padilla les entró un hambre prehistórico como el de la protagonista del relato ante la visión de la enorme hogaza de pan bajo el sol cegador.   Antonio Agredano aspiró el olor a pino que entraba por la ventana abierta del salón y, viéndole ahí de pie, pletórico como un adolescente a punto de saltar al mar, se imaginaron a sí mismos a orillas del Mediterráneo un domingo de agosto con olor a Nivea. Agredano propuso hacer un gazpacho y animó al resto de escritores a ejercer de pinches en la cocina. Allí, sentados alrededor de una mesa llena de hortalizas, el portero cordobés les contó una receta en forma de cuento:

               

               

              EL HIDROPEDAL
              ANTONIO AGREDANO
              De cómo hay que dejarse de cursiladas y hacer el amor

               

              No se advierte, al alquilar un hidropedal, de lo que cansa. Se montan los gemelos, la costa se emborrona y, transcurrida media hora, el calor y el aburrimiento marchitan el veraniego entusiasmo. Los marineros improvisados son conscientes, entonces, de que la arena es una patria lejana. Da comienzo el retorno, pero los blandos timoneles no acarician la orilla, sino que tratan de atravesar las olas como Gravesen la línea defensiva. Obstinados y torpes, agreden las ondas calmadas, que esperan, pacientemente, su venganza de espuma. La navegación, aunque sea sobre navíos de plástico duro, es persuasiva. Sobre el hidropedal, por desgracia, no existen matices, sólo empellones enrojecidos sobre el mar. Nivea, Cruzcampo y miedo. Exilio de las toallas, retenidos por la corriente, ciclistas abisales engullidos por el pelotón.

               En esas estaba Antonio Jesús. Sudado y encendido. Acariciándose los muslos, haciéndose crujir los huesos del cuello, resoplando como un lestrigón, un arañazo fresco sobre el horizonte. Pedaleaba y pedaleaba, se erguía como en el Alpe d'Huez, pero el cielo parecía abrazado a su espalda, impidiendo el avance; estático y melancólico, maillot desnudo, barcaza naranja, bañador tropical garantizando en su bolsillo la sequedad de un paquete de tabaco. Detrás de él ya se hundía la urna. Dentro, su madre. Quemada hasta desaparecer, casi. Cenizas a las cenizas. Tiempo al tiempo. Bronceador al bronceador, gambas a las gambas. Ya ahí donde quería estar, o cerca, bajando hasta el fondo, pesada y negra en su ataúd cilíndrico y desechable.

               Allí, en su Mediterráneo malagueño. Donde una vez amó a un hombre que no era su padre. Antes de que la vida la sepultara con palazos de mansedumbre y vulgaridad. Antes de los hijos, el recibo de los muertos, el matrimonio, el chándal con zapatos de tacón y la hipoteca. Un verano, un verano abierto al mundo como una sandía rosicler y fresca sobre la mesa. Un verano de valgas, espetos y cucuruchos de pistacho. De forzado recato. Citas tras las tumbonas, cuando el sol se zambullía salvaje y colorado. Pezones de diamante. Sabor a Ducados. Penetraciones suaves. Las bragas echadas a un lado, cortina pringosa, catálogo del Venca. Ese amor del año 1970 que su madre guardaba en una carta en la lata de pastas danesas en un cajón del mueble bar. Y esta última voluntad, musitada apenas en la cama del hospital. “Antonio Jesús, échame en el mar”. Y allí ahora, compartiendo descanso final con tuppers varados, botellas de ron Almirante, esqueletos de sombrilla, peces pardos y sin nombre, bolsas del Pryca, corales de plástico. Tras la estela blanda del hidropedal.

               Ayer, Antonio Jesús ofrecía medias noches y bombones a primos de los que no recordaba su nombre. Su tita Antoñita observaba en silencio desde la punta de un sofá. Sentada así, con esa levedad de vieja, apenas con un milímetro de cadera apoyada sobre el cojín. Como un búho deshuesado, mirando de un lado a otro de la habitación, apuntando mentalmente cada zapato, cada yema amarilla, cada sonrisa inapropiada. En el baño una nebulosa de cocaína indisimulada sobre el lavabo. Su hermana diciendo “otra” con la mano y él “sí” con la cabeza de una punta a otra del pasillo. Tanatorios, forzosos discopubs. Mano a mano, Margarita y él, como antes. Como cuando jóvenes. “Hermanita, que se nos ha ido mamá”, le dice Antonio Jesús a Margarita. Ella esnifa y se mira al espejo y luego a él atravesado en el reflejo y lloran mientras el moco se desliza labio abajo y una raya, blanca y hermosa, tendida como una novia que en la noche de su boda se quita los zapatos, espera su turulo, la consumación. “¿Qué hacemos con las cenizas? ¿Te dijo algo mamá?”, dice Margarita, con la voz gangosa de Arévalo por el berrinche y el engrudo picando garganta abajo. “¿Tú sabías que mamá tuvo un novio antes que papá?”, le dice Antonio Jesús. “¿Qué dices, maricón?”, pregunta Margarita, sin querer escuchar más respuesta. “Carlos. Un sevillano que veraneaba como ella en Benalmádena. Se conocieron en julio. Follaron en agosto. Se despidieron en septiembre. Se escribieron una carta en octubre. Y en noviembre ya cada uno tenía su nueva pareja, su futuro; papa, nosotros luego; y ahí quedó. Pero cómo tuvieron que ser aquellos polvos, que mamá me pidió en el hospital que le tirara las cenizas ahí en la playa aquella”, contaba Antonio Jesús mientras desliaba con dulzura la bolsita de plástico donde la droga. “Rocón”, dice ella. “Rocón”, dice él. “Madre mía, mamá, qué calladito se lo tenía. Yo pensaba echarla en el pueblo donde papá”, dice Margarita, acostando el DNI sobre la piedra, que se deshace con dificultad. “Pues no. Voy a cumplir. Mañana por la mañana tiro para la playa y ya veré”.

               El hidropedal encalló en la orilla. Antonio Jesús saltó de él sin mirar atrás. Dejó en el asiento de copiloto la bolsa del Mercadona donde había llevado la urna de su madre. Cogió aire. Se encendió un cigarro. Miro al cielo, lanzó el humo como un insulto a dios, y buscó su toalla, escondida entre jaimas de domingo y pechugas nórdicas. Llamó a Moi pero no se lo cogió. El mar era un estercolero de luces y plata. Pensó en su madre joven entregada a Carlos. Imaginó a Carlos, moreno y delgado. Bello y antiguo. Un galán. Como un presentador de concurso. De brazos venosos y piernas finas. Tobillitos desnudos. Las clavículas marcadas como el manillar de un triciclo. Olor fuerte. Manos rugosas y jóvenes. Se excitó. Entendió a su madre, de repente. Deseó arder y volcar sus cenizas sobre el pecho de Carlos. De este Carlos imaginado. Se le envenenó la polla. Luego tuvo sed. Buscó el chiringuito. Llego dando saltitos como un gorrión. La Victoria le supo bien. Pidió otra. Se metió en el baño. Se hizo dos. Con sombra. Generosas. De las que se hacen para conquistar. Su dote. Salió y el sol le dio un beso en cada mejilla. “Déjate de cursiladas y hazme el amor”, pensó. Se deslizó entonces el sol por su pecho. Noto cómo le abrasaban los muslos y los huevos. Sería el cansancio del hidropedal. O la tristeza, enconada y única, tras abandonar en el mar a su madre. Sería el fantasma de Carlos. O la encarnación del sol buscando plan un domingo de terrazas y farlopa de calidad.

               “Ya”, le dice Antonio Jesús a Margarita por teléfono. “¿Ya?”, contesta ella. Suenan sus sobrinos al fondo. Canciones de La Granja de Zenon. La batidora. “Está haciendo Luis un salmorejo”, dice ella. “¿Cómo estás?”, le pregunta a su hermano. “Bien. Raro. Cachondo, la verdad”, contesta. Y bebe más cerveza y nota amargura en la lengua porque chupó el carnet como un universitario en el día de su graduación. “Yo quiero tener un amor como el de mamá, Marga”, dice Antonio Jesús. Y siente un dolor capital en el esternón. “Mira tú. ¡Y yo!”, dice Margarita elevando la voz sobre el rumor infantil y la insistencia de su marido, que dice, se le entiende perfectamente al otro lado del teléfono: “pruébalo, Margarita, pruébalo”.

               

              Sigue leyendo el capítulo 16

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              Antonio Agredano es autor de En lo mudable

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              marzo 27, 2020

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              El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 14)

              Tras escuchar a Leire leer en voz alta el mail de Alfredo Matilla, los autores reflexionaron sobre el destino de los libros que se habían quedado en el limbo cuando estalló la peste. Por si acaso, de Matilla; El largo invierno, de Patricia Cazón; El Analista, de Héctor Juanatey. Emilio entendía la extrañeza de esos autores: a él le había ocurrido lo mismo con Una dacha en el Golfo. Hablaron luego de otro tipo de proyectos frustrados por la peste. Los más obvios: las celebraciones de cumpleaños, las bodas, las ferias, y poco a poco fueron afinando con más colmillo: ¿cuántas separaciones de pareja no se habían podido llevar a cabo por el confinamiento? ¿Cuántos robos? La lista era infinita, y se entregaron a ella con glotonería narrativa. Ajustes de cuentas, añadió Emilio. Y luego se quedó pensando en una idea para un relato: dos hombres cuentan, en primera persona, en párrafos alternos, sus banales rutinas de confinamiento. El primero de ellos, A., dedica toda su energía  a imaginar en bucle, perfeccionando hasta los más nimios detalles, como será su primer día de libertad. El segundo narrador, Z., se lamenta por haber dejado a medias un jugosísimo proyecto con el que esperaba ganar mucho dinero. La naturaleza de ese trabajo no se desvela hasta la última línea del cuento. Cuando el gobierno declara el fin del confinamiento, Z. sale de casa, acude al portal del otro protagonista (que el lector reconoce fácilmente por descripciones anteriores), espera a que A. salga feliz y exultante, y le pega un tiro en la cabeza.

               

               —¿En qué piensas? — le preguntó Mar Padilla

              — Nada— mintió Emilio— Bueno sí, pensaba en que, como futura autora del K.O., tú también deberías contar un cuento.

               

              Y Mar Padilla empezó a hablar:

               

               PENSABA QUE ESTO ERA UNA AVENTURA
              MAR PADILLA 
              De cómo enloquecer con voluptuosidad

              Ser actor debe ser desquiciante, piensa Alba mientras se sacude las cáscaras de pipas en su camiseta Trasher.  Yo no podría, murmura para sus adentros. Está viendo Quién ama a Gilbert Grape. Empieza a llorar, como deben llorar Johnny Deep, di Caprio y Juliette Lewis -cada uno en sus respectivos casoplones, sus criados cool y sus botellas de vino de Borgoña de mil euros-, siempre asombrados de poder mirar a los mismísimos ojos a su fulgurante juventud paseando por el paisaje de Iowa.

              ¿Cuántos años tendrá la Lewis? Busca el móvil y no lo encuentra. A veces cree que pierde el móvil aposta, para dejar de lado esa ansia que, como una polilla, la lleva hipnotizada a la luz de su Samsung. Bebe vino blanco barato para no fijarse en todo el dolor que hay ahí fuera. Esa perplejidad muda, entumecida. Ahora no trabaja. Come y ve la tele. Su menú es: lo que tenga la despensa, La Resistencia -el nombre del programa como un conjuro contra los malos augurios- y películas sin ton ni son.

              Apaga la televisión. Ahora hojea Manaos, un libro de Alberto Vázquez Figueroa que va de cuatro caucheros fugitivos. Le costó dos euros en una de esas paradas de libros de segunda mano en el metro. Lo compró porque en la portada salían tres hombres y una mujer sonrientes, entre una cascada y el verdor del Amazonas detrás. Un aventurón, pensó, pero es un drama de indios huyendo de la esclavitud del caucho a fuerza de mordeduras de arañas negras, violaciones en masa, machetazos y diluvios de 40 días. El metro, piensa, y de golpe lo añora. Tanta gente lo considera deprimente.” Esos que se creen príncipes y princesas en su propio cuarto. La ciudad está llena de ellos”, dice en voz alta. Pero ella echa de menos el olor de la gente anónima, somnolienta pero lista para echarse de cabeza a un nuevo día.

              Mejor no pensar en el mundo exterior. Coge la caja de galletas surtidas y devora cuatro chiquilín enanas de un plumazo. La caja es un dream team en el planeta de las galletas. Hay filipinos, dinosaurios de chocolate blanco, esos corazoncitos rellenos de azúcar que tanto gustaban a su abuela y esas galletas grandes rellenas de nata con el nombre de Artiach en mayúsculas. Como grabado a fuego. Vuelve a poner la tele. Es de noche aún, pero en un rato va a llegar la madrugada. Decide buscar el último programa de La Resistencia. Sale Jorge Ponce y explica un juego para entretener a la audiencia: “has de pensar nombres de películas y empiezas a relacionarlas con el cagar”, dice. “Por ejemplo, la lista de los Goya de este año viene que ni pintada:  Dolor y gloria, Lo que arde, El Hoyo...”.  A Alba le da un ataque de risa. Se le atraganta un filipino. Se levanta del sofá para golpearse a sí misma, como ha visto en tantas escenas en el cine. Qué susto. Casi se ahoga. Vuelve a mirar la pantalla. Ahora que no está para salir, estos de La Resistencia son su familia más cercana. Cuando mira a Ponce, adivina que de joven debió ser una pieza de mucho, mucho cuidado. Ve a David Broncano y es automático: piensa en Segura de la Sierra, el pueblo de su padre, en el agua fresca y el paisaje de parapentes en verano. Si se fija en Ricardo Castella recuerda su pasado heavy, como ella misma de adolescente, cuando Paranoid  de Black Sabbath era su himno. Si pone sus ojos en Grison, lo tiene clarísimo. Grison es Madrid en estado puro.

              Alba vive en el barrio de Tetuán. Tiene 26 años y no comparte piso. Los 40 metros cuadrados son para ella sola, pero camina silenciosamente como si no quisiera molestar al aire, abriendo y cerrando los pomos de la puerta como una asesina. Tendría que ponerle remedio a esa manía, piensa mientras abre sigilosamente un cajón y se zampa el último trocito de chocolate que queda. “No te oigo respirar! A ver. Tú no respiras o qué?¿cómo consigues vivir?”, recuerda que le gritaba Claudia, su profesora italiana de Pilates durante las dos sesiones que aguantó sus órdenes. Un Mussolini con mallas. Esa era Claudia. Cambió de profesora y trató con Jenny, que era ecuatoriana. Las mallas le quedaban mejor y sus indicaciones eran más humanas. Un día que Isma -su novio de hace unos años- ganó un buen dinero extra, invitó a Alba a pasar la noche en el hotel Princesa.  A la mañana siguiente, al abrir la puerta al servicio de habitaciones, apareció Jenny con falda negra y camisa blanca y una bandeja que olía a café.  Se quedaron con la boca abierta, se sonrieron con timidez, y las dos giraron la mirada hacia la terraza con vistas al parque del Oeste, como en una aventura.   

              Isma ya es historia, y no hay otro en el horizonte. Tampoco le queda mucho dinero. La oficina de la calle del Reloj, donde trabajaba de recepcionista hasta el último mes, lleva cerrada varias semanas y no saben cuándo volverá todo a rodar. Bebe lo que queda de la botella de vino y se traga dos ibuprofenos. “Me voy a dormir”, se dice, pero titubea y vuelve a poner la tele. Suena un rugido. Es el león de la Metro Goldwin Mayer. “Me quedo”, murmura.  Se oye una fanfarria desafinada.  Cantan  en italiano. Empieza El Decamerón de Pier Paolo Pasolini.  Un tipo está matando a pedradas a otro, y se lo lleva en un saco. Pero lo que llama la atención a Alba es el cielo madrugador, las copas de los árboles recortadas en un infinito naranja. Empieza un mercado. Hay animales, hay niños. Hay personas por todos lados. Hay polvo y sol. Los hombres, las mujeres, los adolescentes de todos los sexos –unos desdentados, otros no- , entre jarrones de jazmines y jarrones de vino se miran unos a otros sin prisa, con ojos sonrientes y brillantes. Es un mundo abierto, lleno de luz y peligro. Alba casi puede oler un limonero junto a un arroyo, y se fija en los labios rojos y mojados de un joven que bebe agua a borbotones. De repente se da cuenta de que no encuentra bien. Apaga la tele otra vez. Decide que va a irse a la cama. Pasa por el lavabo, y al levantar la cabeza tras lavarse los dientes se da con la esquina de la puerta de espejo en el armario. Gotea sangre. Observa el contraste del rojo en el blanco del suelo. Se cae. O ha resbalado, no lo sabe. Va a incorporarse para ir a coger el móvil en el comedor, pero está muy mareada.  Le viene un regusto dulzón, vomita un líquido parduzco y se desploma encima del charco de sangre.

              Se despierta. Siente luz y calor. Se da cuenta de que está bajo el sol. Le cuesta moverse y anda como a ciegas. Se incorpora. Hay silencio de otro mundo. Hay moscas. Aspira el aire y al instante sabe que no muy lejos hay un pinar. Parpadea, y consigue abrir un poco los ojos. Se mira las piernas. Se asombra. Lleva una túnica deshilachada y con restos de un color parecido al violeta. “¿Qué es todo esto?”, dice en voz alta. No tiene frío. Abre más los ojos. Sus pies tienen uñas largas y sucias. Lleva sandalias de piel vieja. Se palpa el pelo y comprende que lo lleva recogido bajo un pañuelo roñoso. ¿Seguirá siendo morena? Se pregunta.

              Mira alrededor. Abre la boca y la vuelve a cerrar. Está rodeada de robles, hay pájaros, y al respirar hondo la frescura del aire le hace toser. El pinar que ha olisqueado antes está a 200 metros. Casi da un salto. Este es un paisaje que ella conoce. Es el recodo del bosque que da al Camino Viejo. Si sigue su trazo llegará a Cercedilla –el pueblo de su madre, donde quiera que ella esté ahora- en un rato.

              Tiene muchísima hambre y casi no tiene fuerzas. A lo lejos vislumbra una casa de piedra. Le llega un olor a leña quemada. También huele a pan. O ella lo imagina. Oye el balido de un rebaño. Aún anda lejos, pero sabe que tarde o temprano se van a cruzar. Aturdida, sin nada entre las manos, caminando sin pensar, mirando el prado. Se da cuenta de que está a punto de hacer un racimo de flores, pero piensa que es absurdo. Al fin, llegan las ovejas, compitiendo entre ellas a ver quién tiene la cara más estúpida.  Un pastor le saluda de lejos. “Buenos días nos dé Dios!!”, le grita. “Hola!!” Le responde ella sin pensar. Se asombra una vez más. El pastor se para, le sonríe. No tiene ningún diente. Luego pega un bastonazo, grita a las ovejas, prosigue su marcha y se pierde camino abajo.       

              Bajo la sierra poderosa, blanca y verde, Cercedilla se ve a lo alto, pero ahora no le parece un pueblo, si no más bien una aldea. Aún está lejos. Al pasar junto a un cerco de animales vacío tropieza con una sandía casi podrida llena de hormigas. Se la lleva a la boca sin pensar. Sacia su sed, sacia un poco un hambre que no le parece de este mundo. Después se da cuenta de que en otro recodo del camino hay un pozo, y está segura de que hay agua fresca, pero ya no la necesita. Debe ser agua del arroyo de la Teja. Pasa un pequeño bosque de encinas y vislumbra lo que su madre llamaba el pajar de Teodoro. Pero ahí ahora no hay nada. De repente, tiene la certeza de que este es un paisaje de muchos siglos atrás.

              Al fin llega junto a la casa de piedra. Es muy pequeña, de una humildad desarmante. En el quicio de la puerta aparece un hombre. Va vestido como un hortelano. Debe serlo, porque lleva aperos colgados en el hombro y sus manos parecen guantes de cuero. Pero no. Es su propia piel. A pesar de la suciedad de su cara, Alba se da cuenta de que es casi imberbe. “Qué joven es!”, piensa. Parece que está solo. Tiene una mirada cándida, casi desamparada. Hace un gesto con la cabeza y la saluda mientras se lleva a la boca llena de dientes grandes y blancos un bocado de pan y algo parecido a la panceta. Alba deja de mirar a los ojos del chico y observa la hogaza. Es enorme. El sol cegador, ya en lo alto, el olor de los pinares, la chimenea humeante, la promesa de un mendrugo de pan en las manos de este chico casi la hacen llorar de emoción.

              No entiende qué le ha pasado. No sabe si ha enloquecido. Solo quiere entrar en esta casa decrépita, sentarse, acariciar a este tipo, y beber y comer aunque le cueste la vida. Alba señala el pan. Él se lo ofrece. Hace un sonido extraño. No habla. Sonríe divertido al ver los ojos como platos de ella sobre la panceta. Hace un gesto y con la mirada la invita a pasar a su casa. Ella va hacia él. La puerta está ya a dos pasos, junto a dos tinajas que le llegan por la cintura. Se da cuenta de que en el cinturón, a la altura de su robusto sexo,  el chico lleva una navaja grande y afilada. Está decidida. Va a entrar. Se gira para mirarlo a contraluz y decirle una nadería, y se da un golpe con el arco de la puerta, demasiado baja para una mujer del siglo XXI. Sangra otra vez, esta vez sobre la piedra negra. Se cae mientras vomita un líquido rojo. Es la sandía. Siente que va a perder el conocimiento. Dice en voz alta: “no me lo puedo creer”.   

              De sopetón, lo entiende. Debe ser eso. De alguna forma, ha caído dentro de una aventura. Una comedia erótica con tintes de drama en Cercedilla. “No me estoy muriendo”, le susurra Alba al hortelano mientras la recoge del suelo y la acomoda en su regazo, entre su navaja y su sexo ahora erecto como un campanario. “No me estoy muriendo”, repite ella. “No me moriré! ¿cómo me voy a morir?”, grita. “Una parte de mí está en el patio de mi abuela en Segura de la Sierra, gateando en el suelo caliente de baldosas azules. Otra parte de mí está en por las calles de Madrid, la ciudad más hermosa del mundo. Y otra parte está ahora aquí, contigo, ya para siempre, en este mundo muerto y resplandeciente”, declama en un escenario de boñigas, moscas y amapolas. Él mira aterrado sus labios y nada dice. Tampoco la oye. El hortelano es mudo y es también sordo. Alba vuelve a mirar al chico. “Pensaba que esto era una aventura y era la vida”, murmura, mientras, ahora sí, se le cierran los ojos, pierde la consciencia y quién sabe si todo lo demás. 

              marzo 26, 2020

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              El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 13)

              Después de escuchar el cuento de Nacho Carretero, los rehenes de Cercedilla especularon sobre la posible moraleja de la historia. Marta San Miguel dijo que, para ella, el relato planteaba la dicotomía entre seguir la actualidad o dejarse cegar por ella. Otra voz, más lúgubre, anunció que el cuento era un advertencia sobre las tragedias pequeñas que desparecen a la sombre de tragedias más grandes, si es que, añadió con pudor fingido, se le permitía ser tan frívolo como para usar adjetivos tan banales.

              A la mañana siguiente, apareció por sorpresa un repartidor a domicilio. Vino a entregar la nueva dotación de mascarillas que el Gobierno había comprado a Venezuela, seis rollos de papel higiénico y un bote de cola-cao. Ocurrió algo extraño: el reverso del albarán era un email de Alfredo Matilla dirigido a su padre.

              Leire lo leyó en voz esa misma noche: 

               

               LA FIEBRE
              ALFREDO MATILLA
              De cómo los hijos pedimos frases mágicas a los padres y de qué pasa con los libros que iban a publicarse justo cuando empezó la peste

               


              Matilla González de la Aleja Alfredo <Amatilla@diarioas.es>

              Lunes 23/03/2020 22:35

              Para: redacción@prisanoticias.com

               

              Querido padre:

              Gracias por tu anterior email. Es reconfortante saber que todo va bien por Alcázar. Me alegro mucho de que te hayas adaptado a consumir ese pitillo en el balcón y que por fin te presentes voluntario para hacer la compra una vez a la semana y, quién te lo iba a decir, para bajar la basura. Nunca es tarde, incluso a tus 73 años, para reordenar las prioridades.

              Perdona que haya tardado tanto en contestarte. No sólo es el trabajo. Son mis dudas. Sin saber bien cómo y por qué se han acumulado las novedades en mi vida. De ahí que haya debatido conmigo mismo si darte el parte, como demandabas, o no, como debería. Leti y yo vivimos una situación particular en Madrid. Y no me refiero a que en Las Tablas haya más banderas rojigualdas que en el 12-1 a Malta. Ni a que, manda cojones, recomienden una cuarentena a un claustrofóbico medicado como yo. A veces creo que a las 20:00, de forma puntual y respetuosa, los vecinos aplauden entre otras cosas mi valentía. Hay días que hiperventilo. En general, son pequeñas cosas las que quiero transmitirte que carecerán de importancia si se pasan, con el efecto de la medicina, pero que cambiarán nuestras vidas si se mantienen en el tiempo cuando regrese la normalidad. Mi obligación es avisar. Por ahora no remite.

              Ya sabes que no te llamo porque el hecho de hablar a diario, por trabajo, con tanto presidente, político e investigado me hace sospechar que mi móvil del periódico anda intervenido desde hace muchos meses. Es aconsejable mantener la vida profesional a buen recaudo. Por eso prefiero comunicarme por tu vía preferida, el email, habida cuenta de que no nos podemos ver por responsabilidad y de que mamá tendrá secuestrado el fijo para preocuparse hasta de cómo duerme el enemigo. No te alteres. Te escribiré sin alarmismos, por la confianza que nos une como confidentes que siempre fuimos y para que mantengas a los demás en calma allá en el pueblo, contándole las cosas con la inteligencia y el tacto que tú sólo tienes.

              La situación no sólo no es angustiosa, sino que me atrevería a decir que me está haciendo más entretenida la vida en esta cruda sala de espera.  Pero ojo. Tiene su trascendencia. La fiebre, el dolor de cabeza y la sensación muscular de fatiga que he tenido los dos primeros días, síntomas hasta ahora desconocidos en cualquier otra convalecencia anterior, me han dejado una secuela que no se va con paracetamol ni mucho menos con empanadillas. No distingo la ficción, entre la que nunca me he sabido manejar, y la realidad, tan sobrevalorada. No sé si soy, seré o he sido.

              Anoche vi dos documentales, uno de Ana Belén y otro de Gorbachov. Y a estas horas no sé si animar a Leti a que se una a las Libertarias o si rezar para que acabe ya la Guerra Fría. ‘El Hoyo’ ha terminado por descolocarme. Obvio. Una noche sueño, de súbito, que devoro y otra que no me llega carne a la planta 202.

              Y, claro, estas cosas tienen consecuencias en este arresto domiciliario llamado confinamiento.

              Nunca te he pedido nada, padre, pero esta vez necesito que me arrojes algo de luz. Quiero que me aclares qué es cierto de lo que te digo y qué no, que seas directo y me aconsejes si debo continuar sin llamar al 061 o si te tienes alguna pócima mejor. Y, sobre todo, deseo que colabores en mi nueva causa. Es una ocasión ideal para que, por fin, trabajemos juntos.

              Te resumo.

              Me levanto sobresaltado todos los días, en mitad de la noche, porque en las redes sociales y en más de una web están anunciado que he escrito un libro bastante interesante que, sin embargo, nadie tiene en casa. Hasta Fermín de la Calle, el del rugby, ha hecho alguna que otra referencia. Nadie posee un ejemplar, ni en papel ni en ebook, que por lo visto me he enterado que lo hay en dos formatos. Prueba tú a clicar en Google ‘Por si acaso’. Ya he comprobado que sale por ahí la portada, una joya de Artur Galocha, algún que otro comentario, incluso una sinopsis brillante de la distribuidora que habla de una crónica sentimental, a modo de terapia, con el Alba al fondo de todo. Aporta hasta datos autobiográficos míos, el supuesto autor, que no sé quién los habrá dictado si te digo la verdad. El caso es que, sin despertar a Leti de su letargo, los calores me conducen a menudo a mi librería y ahí, entre todos los ejemplares de la colección a la que dice pertenecer, ‘Hooligans Ilustrados’, no está ni hay nada parecido.

              Entiende mi angustia.

              Dudo qué hacer. He revisado en mi ordenador y no hay ni rastro de un texto con esas coordenadas. Pero ya sabes, soy un desastre. Mi primer y único proyecto, una novela autobiográfica llamada ‘Muérome’, en la que relataba en una tragicomedia de 92 folios de Word las siete veces que he estado a punto de morir, se traspapeló y no he conseguido aún dar con ella. Conozco gente en la editorial de la que se habla ahora, Libros del K.O., pero Marañón, que todo lo sabe y al que sí que cuento casi todas mis cosas, me ha dicho que todo su staff está recluido en una casa rural de Cercedilla. No quiero ser pesado: los amigos comunes que tenemos no quiero perderlos porque piensen que confirman lo que temían: que siempre he pertenecido a la población de riesgo y no solo ahora. Por eso he preferido callar.

              La segunda cosa que está alterando mi (nuestra) vida es que no sé si trabajo para AS y sueño con hacerlo en ‘El Imprescindible’, o viceversa. AS, ya lo sabes, es con lo que mamá envuelve el bocadillo. ‘El imprescindible’ es un diario digital que acabo de fundar donde únicamente caben noticias positivas para alentar a los ciudadanos en plena crisis y que pensé llamar antes ‘Good News’, ‘El Positivo’, ‘Nuestro país’, ‘Gran Mundo’, ‘La ilusión’ o ‘Adelante’. Estaba harto de pesimismo, morbo, decadencia, alarmismo y luto. Como no me comunico con nadie y estoy encerrado durante el día en mi despacho no tengo quién me aclare este papelón. Leti, tan salomónica siempre, ha optado por decirme que mientras las pastillas hacen efecto o alguien declara un ERTE que me aclararía las cosas, divida la jornada laboral en dos y redacte piezas para ambos medios de comunicación. Creo que la tos también le tiene débil a ella. A finales de mes, hemos concluido, cuando consulte la cuenta bancaria, comprobaré qué proyecto periodístico está realmente en pie y cuál de los dos que me ocupa sólo existe en mi mente.

              De momento no me es sencillo diferenciarlos, así que alterno. Una vez llamo a Tebas para publicar algún recado envenenado a Rubiales y, mientras se producen las reacciones, escribo un artículo sobre que en China ya no hay positivos. En otro momento redacto, muy acelerado, que la Liga no se reanudará jamás mientras que en otros, con delicadeza, cuento cómo las altas se multiplican en los hospitales de Madrid e incluso acuerdo con el redactor jefe de sucesos que, donde en otros medios ponen esquelas, nosotros ubicaremos alumbramientos.

              Esto es lo que hay. Espero que antes del 11 de abril se solucione este entuerto. No me va el pluriempleo y, cuando salga de casa, no sé a qué redacción debería acudir.

              Te seguiré informando.

              Mientras, te hago dos peticiones.

              Una: si entras en internet, lee el DeKOmerón, una versión muy chula de la de Bocaccio; las críticas son cojonudas. Estaba pensando animarme y participar, pero ya no sé si soy autor, como exigen sus normas, lo seré o alguna vez lo he sido. Esperaré unos días más.

              Y dos: busca en tu colección de frases mágicas y dime quién dijo esta que me ha marcado:

              “Un anciano muerto es una biblioteca en llamas”.

              Sólo por esto no saldré de casa.

               

              marzo 25, 2020

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              El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 12)

              Tras escuchar el cuento de Jaime Rubio, los autores recobraron la sonrisa y dedicaron la tertulia posterior a imaginar cómo sería el primer día de libertad recobrada. Se enumeraron planes deliciosamente convencionales: hablar con amigos, tomar cañas en una terraza, llevar a los niños al campo, tumbarse en el césped, entrar en una librería. Nada que ver con los proyectos megalómanos imaginados en tiempos normales, como tirarse en paracaídas o escribir un libro. Los sueños, en tiempos de la peste, caben en un bolsillo.

              Esa noche, Nacho Carretero tomó la palabra.

               

               

              EL OLVIDO QUE CAYÓ SOBRE QUEENS
              NACHO CARRETERO
              De cómo usted, atento lector, es incapaz de recordar esta historia

                

              El 12 de noviembre de 2001, a las 05:31 horas de la mañana, Héctor Aceno, tercer hijo de Hipólito Aceno y Ubencia Aceno, desayuna con sus padres en su casa de Astoria, en Queens, Nueva York. Aunque dominicanos, el desayuno tiene poco de caribeño: Héctor come dos salchichas de cerdo del paquete de cuatro de Oscar Mayer, dos huevos fritos, tres tiras de panceta fritas con mantequilla y arroz. Su padre moja pan recién hecho en un huevo frito y su madre, Ubencia, bebe un café solo sin azúcar en una taza blanca con un dibujo del gato Garfield metiéndose una bandeja entera de lasaña en la boca.

              A la misma hora, el comandante Ed States desayuna en el hotel Century Park Motor Lodge de Brooklyn junto a su copiloto, Sten Molin. El comandante States toma una tostada de huevo revuelto y un zumo de naranja natural mientras que Molin bebe una taza de té negro infusionado en leche con un poco de canela.

              Nada de lo anteriormente descrito es relevante.

               Héctor acompaña a sus padres al aeropuerto internacional JFK. Cuando les ayuda a bajar la maleta del coche y se despide de ellos, se cruzan sin saberlo con el comandante States y su copiloto. Los cuatro, separados por apenas dos metros de involuntaria distancia, se dirigen a la puerta de embarque 56B, la asignada esa mañana para el vuelo 587 de American Airlines con destino Santo Domingo. El despegue está previsto para las 9:05 horas. El cielo está despejado, no hace viento y el clima se mantiene estable.

               En lo que al comandante Ed States se refiere, es la primera vez que va a pilotar un Airbus A300B4-605R. Obviamente, tiene dilatada experiencia en el manejo de otro tipo de Airbus, pero este no lo ha comandado nunca. En cuanto a Hipólito y Ubencia Aceno, lo que los lleva a la aeronave es regresar a Santiago de los Caballeros, segunda ciudad más poblada de la República Dominicana y donde viven junto a sus otros dos hijos.

               Entre tripulación y pasaje, 262 personas llenan el avión, la mayoría dominicanos que van a visitar a sus familiares o regresan de hacer lo propio en Estados Unidos. Los pilotos ultiman los ajustes y revisan por segunda vez la lista de chequeo antes del despegue. Los pasajeros se abrochan el cinturón. Son las 08:54 de la mañana.

               A las 09:11 horas el vuelo 587 está a la espera de despegar. En ese momento State y Molin reciben un aviso rutinario de la torre de control: delante de ellos va a despegar un Boeing 747 de Japan Airlines. Finalmente el Boeing despegará exactamente 30 segundos antes, de modo que cuando el Airbus de American Airlines se eleve, el  747 japonés estará a 8 kilómetros de distancia. Esto dejará una turbulencia de estela que tendrá que atravesar la nave comandada por State y Molin.

               Ambos cuentan con ello.

               A las 9:14 el vuelo 587 despega. A los controles del avión está Molin y en el control de las comunicaciones se sitúa States. A las 9:15 el vuelo 587 se encuentra con la turbulencia dejada por el 747 japonés.

               El primer bandazo a la derecha se produce a los 83 segundos del despegue y apenas inquieta a los pasajeros. Hipólito mira por la ventana y contempla cómo sobrevuelan la ciudad. Se propone, más como un juego que como una verdadera intención, localizar la casa de su hijo Héctor. Inmediatamente, otro bandazo. Después, movimiento brusco de turbulencias y la sensación fría y pastosa en la boca, eléctrica y ácida en la espalda, de que algo no va bien.

               Ubencia mira a las azafatas, salvoconducto a la tranquilidad cuando un avión se mueve más de lo que debería. Dos están asidas al reposabrazos de su asiento con fuerza. Otra sonríe.

               En la cabina, el copiloto Molin trata de estabilizar el avión. Para ello, utiliza dos pedales que el Airbus A300B4 tiene bajo los controles de mando y que mueven el timón de cola. Pisa con fuerza uno de ellos para escorar el timón a su derecha. Éste gira con brusquedad. Pisa de nuevo para orientarlo al lado contrario. La caja negra revelará la frase que en ese momento pronuncia el capitán Ed States: “¿Estás bien? Sostenlo”. Molin pisa hasta tres veces más los pedales y, coincidiendo con la última pisada, se escucha un estruendo seco en la zona de cola. Los seis anclajes recubiertos de lengüetas de metal que unen el timón con la estructura se desprenden a la vez, cediendo a la tensión a la que les estaba sometiendo el copiloto Molin, a la velocidad de 470 kilómetros por hora y al peso de 130 toneladas del Airbus. El timón cae a tierra; los investigadores lo encontrarán a 1,5 kilómetros de distancia. La NASA confirmará que la fibra de carbono se encontraba en perfecto estado. Han transcurrido 89 segundos desde el despegue.

               Bob Benzon, jefe de Seguridad Aérea de Estados Unidos, aseguraría en una entrevista a National Geographic posterior que “solo una fuerza tremenda podría desprender los seis anclajes del timón”. En realidad, esta fuerza tremenda se debió sencillamente a la forma de pisar los pedales de Sten Molin. El Airbus A300B4-605R, a diferencia del resto de Airbus de la compañía American Airlines, tenía una enorme sensibilidad en dichos pedales. Sin embargo, el manual de vuelo no lo especificaba y la aerolínea habilitaba a sus pilotos en cabinas de simulación en las que era necesario pisar con brusquedad los pedales. Cuando Molin aplicó lo que había entrenado, obligó al timón a girar de una manera tan exigente, que terminó por desprenderse. El escándalo aeronáutico posterior tras revelarse este aspecto de la investigación fue mayúsculo.

               Una vez desprendido, el avión se vuelve ingobernable. Comienza a girar sobre sí mismo. La caja negra ofrecerá también la conversación de ese instante entre Molin y States.

              —States: “¡Sostenlo, sostenlo!

               —Molin: “¡No puedo!”

               —State: “¡Hay que salir de aquí!”.

              Ambos desconocían que habían perdido el timón de cola y creían que estaban dentro de la turbulencia. El avión cae en barrena durante 265 metros de gritos, lágrimas y rezos hasta estrellarse en la calle 131 Beach de Rockaway, en Queens. Lo hace sobre cuatro casas familiares, que destruye. Otra decena de viviendas de los alrededores resultan afectadas. Los 260 ocupantes del Airbus mueren en el acto y cinco personas más fallecen en las cuatro casas sobre las que cae la nave.  En total, 265 víctimas y el impacto emocional imborrable de un Airbus desintegrado en plena calle.

              Las televisiones acuden al lugar. Las llamas en las casas, los vecinos corriendo presas del pánico, los restos de fuselaje en los jardines de las viviendas, las sirenas de los bomberos… Todo se refleja en las pantallas de las televisiones de medio mundo, que contemplan cómo un Airbus de 260 pasajeros y 130 toneladas de peso se ha desplomado sobre un barrio de Nueva York en hora punta de la mañana. Y sin embargo, el hecho de que tal tragedia tuviera lugar dos meses y un día después del atentado del 11-S contra las Torres Gemelas, hace que usted, atento lector, sea incapaz de recordar este suceso, tan dramático como real.

               

              Sigue leyendo el capítulo 13

               

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              Nacho Carretero es autor de Fariña y Nos parece mejor

              marzo 24, 2020

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              Dekomeron ›   JAIME RUBIO ›  


              El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 11)

              A Utrilla le entusiasmó el cuento de Jorge Benítez, y esa noche, en su alcoba, probó a contárselo de nuevo a sí mismo en la cama, pero cambiando los dragones de Komodo por dinosaurios: por primera vez, desde la llegada de la peste, durmió feliz y tranquilo. Emilio se preguntó cuáles serían los dinosaurios secretos del resto de los autores y se propuso preguntárselo con discreción a cada uno de ellos en los siguientes días. Intuía que Jaime Rubio, por ejemplo, se dormía resolviendo dilemas éticos mientras escuchaba a Franco Battiato, de ahí su gesto de plenitud por las mañanas. Rubio es apellido de profesor de filosofía de instituto, pero su segundo apellido, Hancock, aparte de provocar envidia, suena a detective privado de película de los 70.

               Esa noche, el cuento lo contó Hancock:

               

               

               

              VENDO COCHE
              JAIME RUBIO HANCOCK
              De cómo no asustarse con la sangre del maletero

               

              Quería aprovechar que estáis todos aquí para ofreceros una oportunidad: vendo mi coche. Es un Wols… Vols… Un Volklgaw… Volsf… Es un Seat Ibiza de color negro, con aire acondicionado, varias ruedas (incluyendo una en el maletero), elevalunas eléctrico, guantera, calcetinera, asientos mullidos, un volante y radiocassette, pero sin cassette. En cuanto al precio, estoy dispuesto a negociar porque necesito deshacerme de él por razones perfectamente legales y que no tienen nada que ver con un atraco cometido hace unos días en una sucursal del Banco de Ahorros y Pensiones. Es cierto que un coche similar con una matrícula casualmente idéntica se ha visto involucrado en ese robo, pero yo no estaba allí y además creía que estaba acercando a un vecino a la oficina. ¿Cómo iba a saber que no era mi vecino, si llevaba la cara tapada por un pasamontañas? ¿Acaso soy adivino?

              Total, que la policía no os preguntará nada al respecto, porque no hay nada que preguntar. En caso de que algún agente se confunda porque todos los coches se parecen un montón, siempre podéis decir que el atracador os contó una triste historia mientras disparaba a las ruedas del coche patrulla, como en el Equipo A. Según os contó (a vosotros, no a mí; yo no sé nada), el atracador necesitaba el dinero para seguir comprando cosas. No negaréis que historias semejantes hacen que uno sienta ganas de convertirse en Robin Hood.

               Este ladrón y su conductor (que no soy yo, por lo que podéis comprar el coche sin ningún riesgo) casi escapan de la policía usando un truco por lo general infalible: ir más rápido de lo permitido por la ley, cosa que la policía, al ser la policía, no debería hacer. Pero lo hizo. Qué mal ahí, la policía, jugando sucio. Menudo mal ejemplo dieron. Había niños en la calle. Y encima con la sirena encendida, que casi me despiertan.

               Pero a lo que iba, esta es otra de las muchas ventajas de mi coche, que es muy parecido al que se usó en el atraco: puede ir más rápido de lo que se debe. En ocasiones, la DGT premia a los conductores más veloces enviándoles una foto del momento en el que baten un récord. Tengo varias en casa, ya os las enseñaré.

               Otra de las ventajas de este coche es que lleva un señor detrás. Pero fuera, no dentro. Es decir, no quita espacio. No pasa siempre, claro, pero de vez en cuando aparece y se pone a correr y a gritar: “¡Eh! ¡Deténgase! ¡Ese coche es mío!”. ¿Cómo va a ser suyo, si llevo varios años conduciéndolo? Desde que me lo encontré con las llaves puestas frente a mi casa, nada menos. Si fuera suyo, ya lo habría denunciado a la policía, en lugar de ir gritando por la calle.

               Aunque, ahora que pienso, igual no lo denunció por los cuatro kilos de heroína que había en el maletero, además de los trescientos mil euros en metálico que no he visto en mi vida, no sé de qué me habláis, yo me pagué mis dientes de oro trabajando. En todo caso, eso explicaría que tantas personas con acento calabrés hayan intentado asesinarme últimamente. Pensaba que era por cocinar la pasta carbonara con nata (uso nata montada).

               En todo caso, si un guardia os para, tenéis que decir que os llamáis Giuseppe Tornatore, que es el nombre que aparece en los papeles. Es que si dais otro, luego es un lío y hay que entrar de noche en el depósito municipal y sacarlo cuando nadie mire. Y no os asustéis por la sangre del maletero. Es casi toda mía y no tiene nada que ver con los calabreses. La guardo ahí por si, yo qué sé, un perro me muerde y necesito una transfusión rápida. O por si me entra sed.

               Por dónde iba… Ah, sí. El coche. Una oportunidad única. Un coche similar, pero no el mismo, lleva varios días huyendo de la policía. Os lo cuento para que sepáis la cantidad de cosas que podéis hacer con él. No solo va más rápido de lo permitido, sino que también se puede esconder en un parking, entre más coches, con lo que queda perfectamente camuflado. Nos metimos en uno, o sea, ellos se metieron en uno y la policía fue incapaz de encontrarlo. Lo malo fue que nosotros, quiero decir, ellos, el atracador y el conductor, también: se fueron a tomar un café y, al volver, ya no sabían dónde estaba.

               

              —¿Seguro que era en este piso?

               —Seguro.

               —¿Era en la zona naranja o en la lila?

               —No me acuerdo. Mira, ahí hay un par de policías. Preguntemos. Disculpe, agente, ¿ha visto un Vols… Un Kolgswa… Un Seat Ibiza negro?

               —¡Ojalá! Justo estamos buscando uno.

               —Oiga, usted, el del pasamontañas, ¿no será el atracador del Banco de Ahorros y Pensiones?

               —Sí, el mismo.

               —Qué casualidad. Estábamos buscando el coche en el que huyó.

               —Está en esta planta, seguro.

               —¿Seguro?

               —A ver si entre los cuatro… Las plazas naranja están por ahí…

               

              Al final estaba en la planta de abajo, sí ya lo decía yo. Bueno, yo no, él. Total, que tanto el conductor de ese otro coche como el atracador lo pudieron encontrar gracias a la ayuda de los dos agentes y prosiguieron así la persecución.

               Como el atracador y los policías se habían quedado sin balas iban gritando “piñau, piñau” por la avenida Diagonal. Hubo una discusión a gritos en un semáforo, cuando el atracador aseguró haber pinchado las ruedas del coche de la policía.

               

              —¡No me has dado! ¿No has visto que iba haciendo eses?

               —¿Pero cómo vas a esquivar una bala, flipao? ¿Te crees que esto es Matrix?

               —Que no la he esquivado, que has fallado porque yo iba haciendo eses.

               

              Al final lo echaron a cara o cruz, ganó el atracador y el coche, otro coche que no es el que vendo, pudo escapar sin problemas porque la policía no podía seguir su camino con las ruedas pinchadas.

               Total, que lo vendo muy bien de precio porque la policía está buscando un coche idéntico, y eso puede ser un engorro. Además, hay unos calabreses que cada vez que lo ven intentan asesinarme. El señor del pasamontañas quiere que el conductor del otro coche, que no soy yo, se haga su socio, pero tanto esa persona como yo creemos que es mucho mejor el transporte público porque a la larga te ahorras muchos disgustos. Aunque a veces también surgen problemas, como cuando aquel detective privado se subió al autobús 226 y le pidió al conductor que siguiera a un coche, insistiendo en que tenía pagado el abono mensual y los taxis van carísimos. Esa es otra historia, pero es muy corta, así que la contaré aquí mismo: llegué muy tarde al trabajo.

               Total, que el coche está nuevo. Ah, no lo he dicho, pero cuando llueve tiene como unas varillas que limpian el agua de las ventanas de delante y de atrás, pero no de los lados. Yo habría puesto un paraguas muy grande, pero este sistema tampoco va mal del todo.

               En fin, escucho ofertas.

               

              Sigue leyendo el capítulo 12

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              Jaime Rubio es autor de ¿Está bien pegar a un nazi?