El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 19)

Después de escuchar el relato de Silvia Cruz, el coro de periodistas se giró hacia Emilio a la espera de que recogiese el guante lanzado, se lo calzase, y se sentase junto al fuego a contar su historia, pero Emilio, tramposo como editor que era, juzgó inoportuna su ascensión a la categoría de autor y, con esa excusa miserable y cobarde, se fue al patio a por más leña.

 

Cuando regresó, Raquel Peláez reinaba en mitad del salón. Después de unos días cabizbaja como la estación de autobuses de Avénida América un martes por la noche en invierno, ahora sonreía como esa tarde de verano en la caseta de Libros del K.O. en la feria de libro de Madrid, cuando apareció con gorra de chulapa, una bolsa llena de latas de Mahou y una cohorte de admiradores detrás —Anna Wintour castiza— para firmar noventaytantos ejemplares de ¡Quemad Madrid!

 

(portada de Zapico que el salvaje Guillermo, ahora convaleciente pero recuperándose de la peste, había tuneado cambiando "quemad" por "cerrad").

 

 

 

 

 

—Aquella tarde éramos felices, y lo sabíamos— dijo Emilio.

 

Y fue entonces cuando Raquel cogió el guante de Silvia y comenzó a hablar.

 

 


QUERIDO ANDRÉS

RAQUEL PELÁEZ

De cómo decir la verdad mintiendo y del peligro de los Levi`s blancos

 

 

 

 

Querido Andrés

 

La cuarentena es traicionera y no sé por qué no puedo parar de pensar en ti y en todo lo que nunca te dije. 

 

Si cierro los ojos aún puedo recordar esa sonrisa llena de dientazos blancos que no sé con qué Binaca prodigioso te lavabas, aquellos Levi’s 501 que como un auténtico vaquero te calzabas, aquel gesto de recogerte el flequillo que a todas nos desmayaba y aquel olor a Massimo Dutti que de tu llegada y tu presencia nos avisaba. 

 

Ahora que nos han empezado a racionar la electricidad por las noches yo he comenzado a escribir cartas bajo la luz de las velas como hacía San Genadio, el Santo Ermitaño que se refugió en las montañas de El Bierzo. Así que ahí voy. 

 

Andrés, quiero confesarte que para agradarte siempre te mentí. 

 

Nunca me gustó el fútbol. 

 

Aborrecía el fútbol. 

 

En el colegio religioso en el que tú y yo nos conocimos, a las chavalas nos asignaban en los recreos apenas unos metros cuadrados en una esquina del patio para jugar a la goma. Mientras tanto, a los chavales los curas os concedían, para correr a vuestras anchas, lo que, a mis ojos de loca bajita, parecían hectáreas.

 

Confinada el rincón de las chorbas durante años (y como comprenderás, ahora uso las palabras “chorba” y “confinada” con mucho más respeto que antes) mi cuerpo desarrolló generosamente sus características más femeninas además de un talento casi gimnástico para una disciplina deportiva que consistía en esquivar vuestros balonazos. Digamos que yo jugaba al fútbol también, pero al revés. 

 

Por este motivo, le tenía bastante rabia al balompié y sin embargo, en los albores de la pubertad, en esas fechas en las que uno comienza a sentir algo muy parecido al deseo, tú empezaste a mirarme con ojos golosos. Yo, que no me daba cuenta de mis demás atributos, pensaba que si me aprendía los nombres de algunas alineaciones de memoria y me leía Los silencios de El Larguero, de José Ramón de la Morena, podría conseguir que nunca dejases de hacerlo. 

 

Solo tenía quince años cuando te convertiste en mi primer novio pero todavía conservo un tic del tiempo en que estuve enamorada de ti: me quedo con datos futbolísticos aleatorios que luego repito como un papagayo. Por ejemplo, hace solo unos meses dije en el trabajo: “Cuando Cristiano Ronaldo dispara a gol puede hacer que la pelota alcance una velocidad de 119 kilómetros por hora”. Por supuesto, tal afirmación generó mucha polémica y varios compañeros me indicaron amablemente que vaya soberana gilipollez, que quien de verdad era capaz de impulsar el esférico a una velocidad prodigiosa con su melón era Roberto Carlos.

 

¿Tú recuerdas a qué velocidad iba el balón aquella fatídica tarde de abril? 

 

Yo recuerdo que en el techo de nuestra clase había un fresco imaginario en el que ET El Extraterrestre tocaba con su dedo de luz la mano creadora del Dios del Antiguo Testamento, quien, iracundo y arbitrario, nos vigilaba a todos. Aquel dios nos veía temblar de frío los lunes a las ocho de la mañana en las clases de griego y latín, que impartía un señor bajito y de pelo blanco al que llamábamos “padre”. Yo te miraba de reojo cada vez que él decía: “Χαλεπ τ καλά [Lo difícil es bello]” pero en cuanto veía tu cara pensaba: “Mi caaaaasa”. 

 

No creas que no me sentía culpable, Andrés. Yo era una estudiante aplicada y una católica abnegada y sabía que dios se daría cuenta de que no estaba siendo honesta cuando te decía que claro que me sabía qué era un fuera de juego, que por supuesto que me interesaba lo que dijese Javier Clemente y que sin duda me importaba la posición del Dépor en la clasificación de La Liga. Pero también sabía que el Altísimo no contemplaría con buenos ojos aquellas frotadas indecentes que nos metíamos después de tus entrenamientos, en las que inhalaba tu olor como si fuese oxígeno. Y no tenía ninguna intención de cambiar mi actitud pecaminosa. 

 

Yo por ti y por aquellos ratos de diversión era capaz de todo. Incluso de aburrirme hasta la muerte. 

 

Ahora, en este Confinamiento, no nos queda más remedio que aburrirnos, Andrés, pero en nuestra adolescencia era opcional. 

 

Y voluntariamente hasta la muerte me aburría en el campo del ENDESA, que así se llama la empresa que nos ha quitado la luz ahora y que entonces pagaba el riego del césped sobre el que corrías tú todos los sábados por la tarde. En las bancadas blanquiazules de aquel recinto nunca había más de dos personas, que en la lejanía eran dos puntitos negros y de cerca éramos, en dos filas diferentes, tu padre y yo. 

 

Aquella tarde de abril él prestaba atención al partido pero yo, como siempre, hacía tiempo mirando absorta las majestuosas montañas nevadas del Valle del Silencio, donde una vez vivió retirado del mundanal ruido el monje San Genadio. 

 

Justo estaba yo pensando si ese año el deshielo traería mucho caudal de agua para regar la siempre fértil huerta berciana cuando noté que sí, que efectivamente un caudal bajaba rápido y abundante, pero uno que salía de mí, desbocado y puñetero. Yo, que estaba allí esperando a que terminases con lo tuyo para después poder dedicarnos a lo nuestro, empecé a sentir terror. Sospechaba que si aquello no paraba, se me extendería una mancha por todo el pantalón. Y se estaba extendiendo, porque podía sentirlo. Me daba en la nariz que si me levantaba, el drama no terminaría en los dominios del jean, pues probablemente habría un charquito rojo escandalosísimo en el banco. Yo no recordaba dónde me había sentado exactamente y pensaba, “Por favor, que sea uno de los bancos azules, por favor, que sea uno de los azules”. 

 

Presa del pánico, aproveché que te dirigías a toda velocidad hacia la portería para levantarme y comprobar que no, que el banco era uno de los blancos, como el Levi’s que yo había escogido para seducirte tras el partido aquella tarde. Aún no había ninguna mancha, pero el desaguisado podía llegar a ser monumental. Impotente, sin saber qué hacer, estaba a punto de echarme a llorar cuando escuché a tu padre gritarte como un loco: “¡Dale, dale, dale!”. Te miré. Vi como ya dentro del área levantabas tu cuerpo del suelo varios metros, recibías el balón en la cabeza y rematabas con fuerza inaudita. 

 

La pelota, de una forma casi antinatural, se torció y empezó a girar hacia las gradas a una velocidad robertocalista. Yo la veía aproximarse a cámara lenta hacia mí pero me parecía tan improbable que llegase hasta donde yo estaba que cuando me rebotó en toda la cara y por fin rodó por las gradas abajo me quedé inmovilizada. Tras unos segundos, de mis narices empezó a salir sangre a borbotones. Sangre y más sangre. Primero sentí una rabia horrorosa. Tantos años en aquella esquina del colegio aprendiendo a esquivar balones para finalmente no saber driblar en el partido más importante. Pero luego me di cuenta de que aquello me había salvado de otro bochorno que entonces me parecía muchísimo peor. Teatralmente, como si un árbitro me hubiese pitado una falta falsa, me eché las manos a la cara fingiendo un dolor insufrible. Tú y tu padre me gritabais: “¡¿A dónde vas?!”, “¡Pero a dónde vas!”. Yo había empezado ya a correr como Cristiano detrás de un gol. Corría y corría. Y sin dejar de correr bramaba: “¡Adiós Andrés! ¡Adiós! ¡Me voy! ¡Estoy sangrando muchísimo!”. Nunca volví a cogerte el teléfono pero aquella tarde, por primera vez, te dije la verdad. 

 

 

 

Sigue leyendo el capítulo 20


Emilio Sánchez Mediavilla
Emilio Sánchez Mediavilla

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