enero 15, 2023

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Ramona, te quiero... por Lucía Pérez Oroz

El lunes vi “Ramona”, la ópera prima de Andrea Bagney. Al terminar necesitaba comentarla, así que llamé a mi amigo Kevin y quedé con él en la esquina de Luchana con Santa Engracia. 

Eran las seis, y estaba atardeciendo. Me encanta pasear por Chamberí a esa hora, poner la vista en los tejados, y ver el reflejo del sol recorrer las fachadas hasta desaparecer. Hago esta descripción tan cursi para reflejar la intensidad con la que se vive cuando una va por la vida como yo iba aquel día, en modo main character. Es decir: sintiéndome la protagonista de mi propia película.

Llevaba en los cascos “Que nos quiten lo bailado”, de Betacam:

“Tengo más de treinta años, nunca digo la verdad, sólo mentiras a medias y lo nuestro fue una más…” 

La canción forma parte de la banda sonora de Ramona y no puede estar mejor elegida. Ramona es una mujer de treinta y dos años, aspirante a actriz, que vive evitando enfrentarse a ciertas verdades. 

Hay una escena en la que hace las pruebas de casting para una película. Al llegar, explica que se ha preparado un monólogo dramático de Annie Hall. El director, extrañado, le dice que Annie Hall es comedia y ella matiza: “Bueno, está inspirado en Annie Hall”. Acto seguido procede a interpretar un texto cargado de rabia e ira.

Efectivamente está inspirado en Annie Hall, pero no es Annie Hall. Porque en realidad es Ramona, utilizando a Annie Hall para decir lo que no se atreve. 

Todos somos un poco Ramona cuando nos ponemos en modo main character, que no es otra cosa que usar la ficción para adoptar la actitud del protagonista que nos gustaría ser. Y usar esta licencia está bien, porque cuando jugamos a ser otros también estamos siendo nosotros. 

Crecemos escuchando el discurso de que hay que ser uno mismo. Pero con Ramona comprendí que se puede ser uno mismo jugando a ser otra persona. Porque la Ramona que necesita una peluca para decir lo que piensa no es menos Ramona. Y la Lucía que necesita sentirse main character para escribir esta columna no es menos Lucía. 

enero 08, 2023

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Deudas, por Berta (J)iménez Luesma

Le debo textos a mucha gente. Algunos desde hace tiempo, otros no tanto. Es una deuda peligrosa: no voy a recibir una llamada amenazadora —Brrrrr. Brrrrr. Brrrrr. Brrrrr.* Entrega las 1500 palabras.  Primer aviso—. No tengo miedo de que me arrinconen en un garaje* y me pongan el filo de un A4 en el cuello: 

¿Dónde está la crónica? increparán. 

La tendrás. Necesito más tiempo. 24 horas. mentiré yo, desesperada.

No me despertaré un día con un mal presagio y descubriré aterrada, a modo de cabeza de caballo, un busto de yeso* de 15x30 de Mariano José de Larra dentro de mi cama. 

No son encargos, son propuestas. Ahí reside el verdadero peligro, en que esos temas, crónicas, historias, personas, personajes aunque no lo parezca soy yo la que quiere escribirlos. 

Pero la vastedad de información, las digresiones (como veis soy muy dada a ellas), el Word en blanco con el cursor parpadeante. El peso del resto de temas, que a diferencia de este, no están empezando a ser escritos todavía. La posibilidad de que esta vez no funcione. Ese comienzo es muy cutre. Borrar. Escribir. No, uff, este es peor aún. Me llevan al portal de viviendas Idealista: filtro precio, metros cuadrados, zona, ascensor, exterior, buen estado, obra nueva, últimas 24 horas. Ordenado por precio más bajo. Me llevan a Miércoles, a The White Lotus, a La Vida Sexual de las Universitarias, a One Of Us Is Lying. Me llevan a un batch cooking, l e e e e n t o y meticuloso con sus tres elaboraciones para totalacompañar unos garbanzos de bote. Me llevan a a barrer de nuevo esas migajitas porque han quedado unas pocas. Todavía quedan. Ya. Bueno… más o menos. Me llevan a Google Calendar a apuntar todas las cosas que tendré que hacer la próxima semana. Es perverso. 

Y esa (auto)lesión es mucho peor que cualquier deadline matón. 

Y solo queda: 

a) Cortarse un flequillo emo y seguir por este camino, o

b) que esta columna sea el cierre de un bloqueo y sostenga todo lo que tengo que contaros. 

* Iba a poner ring ring, y aunque estéticamente me gustaba mucho más, esa onompatopeya está un poco obsoleta ya ¿no? Mejor una vibración de móvil y más de tres tonos porque responder a una llamada de teléfono, aunque sea de tu mejor amiga, siendo millennial, cuesta

*Sobre todo porque ni siquiera tengo coche, pero aún así, en un garaje como mucho fantaseo con encontrarme con una fuente que me revele un dato esencial que hará que se hunda alguna organización muy relevante y me lance al estrellato. 

*No sé si los bustos se fabrican en yeso. Un busto hueco quizá no impresione mucho, pero no soy yo la que lo he utilizado para acojonarme.

enero 01, 2023

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El peligro de la Navidad, por Pablo Maljean

La llegada de la Navidad entraña peligros velados sobre los que hay que avisar. No estoy hablando de la caída en el consumismo ni pretendo hacer una crítica al sistema ni mucho menos. El mayor peligro de la Navidad es que te empuja a creerte protagonista.

Lucía lo llama el espíritu del main character, la sensación que tiene uno mismo de ser el personaje principal de la película a la existencia humana. Los main character dirán a menudo "esto solo me pasa a mí", serán suspicaces frente al mundo, que solo quiere joderles, se sentirán el blanco de una conspiración organizada para hacerles fracasar o, en menor medida, acercarles al éxito. Hay personalidades imbuídas todo el año en este espíritu. Ellas no tienen por qué preocuparse de entrada, son menos vulnerables al cambio estacional.

Con este texto quiero prevenir a aquellos que se han sentido puntualmente tentados a caer en la ‘protagonistitis’. No guiados  por su egocentrismo, sino víctimas del frío, las luces y Hollywood.

Así, por ejemplo, uno tiene una cita en agosto y quizá espere conocer a alguien interesante, pasar un buen rato, quizá hasta tener una excusa para salir de casa y escapar del calor. El escenario de la ciudad ni acompaña ni deja de acompañar, no apuesta por nada. Existe, pero no suscita. Pero la Navidad. Ay, una cita urbana en Navidad.

El acto de franquear una puerta hacia el frío no sale gratis, es una declaración de intenciones. Se acepta una incomodidad, se espera un bien mayor. La decoración guía, obliga, por muy hortera. La ciudad mira desde arriba, aguarda que uno se ponga a su altura. Las hordas de gente en la calle frenan el paso habitual. Todo se ralentiza, todo es singular, y hay que interpretar ese papel.

Y uno empieza a imaginarse hablando con naturalidad de cualquier tema, “como en aquella película, Antes del amanecer”. El paso se acomoda, la vista se levanta, las expectativas se iluminan. Culpa de la Navidad. Una ciudad sin iluminar, vacía y abierta al sol de verano no te engaña de esta manera.

La realidad va imponiéndose poco a poco. Y uno se comienza a arrepentir de haber visto Antes del amanecer mientras la conversación va derivando hacia a qué se dedican tus padres. La gente desaparece del centro y el paso lento se vuelve cansado. Las luces terminan por cegar, la oscuridad de la habitación propia comienza a seducir. Y nadie tiene la culpa de nada, solo la Navidad.

Feliz Año Nuevo, sí. Pero hasta que quiten las luces que no se relaje nadie.

diciembre 25, 2022

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Feliz día, por Alberto Sáez Silvestre

Feliz solsticio de invierno, dirían algunos. Empezarían argumentando que el cristianismo se apropió de las fiestas y los ritos paganos y, cómo no, los solsticios y los equinoccios son fechas importantes en nuestros ciclos. 

Otros prefieren celebrar la llegada del hijo de Dios, del profeta, del mesías, y tienen una fe profunda y sincera. 

En el K.O. lo máximo que hemos hecho es comprar lotería. Algo inédito, por otra parte, en nuestros once años de vagar por el mundo editorial. 

Llega el momento de desearnos felicidad, paz, alegría y un cúmulo indefinido de buenos deseos que se pierden en la nebulosa de lo etéreo. Sin embargo, no deja de ser cierto que por aquí la gente hace sus maletas y se va a sus casas a ver a la familia. ¿Somos modernos ma non troppo? ¿O somos simplemente hijos de nuestra cultura? Dentro de unos días nuestra sección juvenil os turrará en redes sociales con los libros que hemos sacado en el año, lo molones que somos, lo guay que lo hacemos todo y lo mucho que amamos lo que hacemos. *SPOILER* Todo es verdad. 

Yo personalmente crecí escuchando “feliz falsedad” de Soziedad Alkoholika y soy ateo practicante, por lo que no puedo decir que estas fechas despierten en mí muchas simpatías. Sin embargo con la edad me vuelvo ñoño y este año hasta me he comprado un árbol de navidad y he visitado los puestos de la Plaza Mayor de Madrid para comprar luces.  Le doy muchas vueltas a la contradicción permanente en la que vivimos y en realidad no es tan contradictorio: ser buenas personas, desear que la gente viva mejor, invocar el amor, la justicia social, la igualdad, en resumen ser mejores personas. Según se va haciendo uno mayor va echando de menos a los que ya no están y todo ese proceso lento por el que en las cenas de navidad se van sustituyendo unas personas por otras, los padres pasan a ser abuelos y los que éramos hijos pasamos a ser padres, o no, como es mi caso, lo cual nos deja aún más descolocados en las mesas. 

En fin, os dedico esta columna, sosa y fea y os deseo un feliz solsticio de invierno o una feliz navidad, que cada uno se quede con lo suyo.  

diciembre 18, 2022

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Ayer quemé mi casa, por Alba Carballal

Como si me hubiera instalado a vivir en la mejor canción del mejor disco de Quique González, ayer quemé mi casa. Puede que la noticia saltase hace unos días, pero en el recuerdo las llamas siempre se prendieron ayer, al menos mientras permanecen encendidas. También es cierto que el inmueble calcinado se ubica en un barrio periférico de mi ciudad natal y que yo —aún no sé si mal que me pese o gracias a dios— vivo en Madrid, pero aunque mi autoría material del presunto crimen quede descartada, me considero responsable por incomparecencia de todo aquello que arda a menos de cien metros de mis abuelos y a más de cien kilómetros de mí. La casa incenciada, ya lo habrán adivinado, tampoco es mía. Por si se lo preguntan, ni siquiera es la casa de mis padres, sino la casa que se ve desde las ventanas de la casa de mis padres, sí, también desde la que fue mi habitación hasta que mi hermana dio un golpe de estado legítimo y me la usurpó. Han ardido sus fachadas sin enlucir, los escombros frente a las vías del tren, las vistas más frecuentes de un pasado que ya forma parte de quien no soy. Por lo visto, se me me olvidó apagar el último fósforo de la caja de cerillas llena de gogos y tazos que enterré al borde del camino para que, con suerte, un arqueólogo del futuro se ocupara personalmente de que alguien me recordase.


Al principio, en la casa en llamas —que aún no había ardido y sólo se caía a cachos— vivía una anciana sola y marginal de quien, para sorpresa de nadie, se decía que estaba loca. La verdad es que la vieja era rabuda como ella sola, un mal bicho que nos daba bastonazos e insultaba a cualquier paseante que osase caminar por delante de sus dominios. Lo peor de todo —y con esto no pretendo justificar todas las perrerías que le hicimos de chavales— era que nos pinchaba los balones con las uñas, con una agilidad digna del mismísimo Molina. En algún momento, porque no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, la vieja se murió. La casa, que por aquel entonces ya no estaba muy católica, enfermó de abandono y pasó a la categoría de ruina. Los últimos habitantes de los que tuvimos conocimiento fueron unos gatos silvestres alimentados por otra mujer a quien, aunque por causas bien distintas, también se tildaba de loca.


La primera hipótesis de las autoridades para explicar el incendio fue la presencia de okupas en la vivienda. Por supuesto, dentro no había nada —ni nadie— aparte de un montón de basura. Seré una pirómana, no lo niego, pero no soy como ellas. Yo no estoy loca, y tampoco tuve otro remedio: si ayer quemé mi casa fue por no quemar mi vida.



diciembre 10, 2022

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No te lo folles… o sí, por Paula Ramos

Hace tiempo que leer dejó de ser solamente un verbo. No es nada nuevo. Ocurre con la mayoría de las cosas que nos rodean en estos tiempos de libertad en los que —paradójicamente— estamos más atados que nunca a las convenciones y juicios moralistas de aquellos que ladran desde su sofá lo que debemos hacer y no para tener la pureza suficiente para conjugarlo: “Yo leo”. 

De sobra sabido es que, para hacerlo, es requisito indispensable reconocer que hay géneros que no son literatura, sino frikismo ilustrado. ¿Qué va uno a aprender de una novela de fantasía, si todo es una patraña de colores? Nada. En el sofá de los puritanos no hay lugar para sus defensores, porque eso no es leer. En su lugar, siempre cabe un clásico. Porque todos son buenos. ¿Quién se atrevería a decir lo contrario? ¿Quién alzaría la voz para confesar que no ha podido pasar, por más que lo intente, de la página sesenta de Cien años de soledad? Nadie. Porque aquel que lo dice no sabe de lo que habla, y porque lo que le hace falta es, justamente, leer más. Pero literatura buena, claro. 

Nada de hacerlo, por supuesto, en un sitio cualquiera. Leer es un ritual, un algo impenetrable. ¿Qué es eso de hacerlo en el metro, en la estación o en la sala de espera del dentista? Los libros se quedan en casa. Puros y limpios. Porque tampoco se subrayan. ¿Qué mente aberrante puede siquiera pensar en ensuciar así, de esa forma chabacana, sus páginas vírgenes? Solo los incoherentes. 

Porque leer es más que un verbo. Es una actitud ante la vida. Por eso, si vas a casa de alguien y no tiene libros, aconsejan esos genios que saben: no te lo folles. ¿Es que acaso serían capaces de conciliar el sueño después sabiendo que, casi con toda seguridad, él o ella no sabe quién es Julio Cortázar? No. ¿Por guapo que sea? Rotundamente no. 

No. Así no. No. Otra vez no. La vida de hoy es así. Y no solo en cuestión de leer. Multicondicionada y limitada. Sujeta a los dictámenes —a todas luces absurdos— impuestos por otros. Existir así es un suplicio. Así que, no hagan ni caso. Leer es un placer inmenso. En el autobús, en un banco cualquiera y en la playa. Lo es con libros inmaculados y con los subrayados de fosforito de principio a fin. Ya sean novelas de fantasía, negras, distópicas o clásicos. Un placer. Así que, muy simple: lean lo que les apetezca y fóllense a quien quieran, tengan en casa librería o no. 


Pd: Los formuladores de la teoría del “no te lo folles”. ¿Han pensado que hay quien lee en ebook?





diciembre 04, 2022

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David Jiménez ›  


La reportera que venció a Hemingway, por David Jiménez

La noche del 6 de junio de 1944, la periodista Martha Gellhorn se escondió en uno de los buques aliados que iban a partir hacía Normandía. Una vez avistada la costa francesa, tenía un problema: las mujeres tenían prohibido pisar el frente y los comandantes de la misión no la dejaban desembarcar. Pero había una excepción: las enfermeras. Así que Gellhorn se disfrazó de enfermera y se unió a un equipo de camilleros. No solo contó la batalla decisiva de la II Guerra Mundial, sino que le ganó la partida a su ex y por entonces escritor más célebre del mundo, un tal Hemingway.

El autor estadounidense tuvo que conformarse con cubrir el desembarco desde la distancia y enfureció al ver la primicia de Gellhorn en la revista Collier’s, donde la periodista narró con detalle los horrores de la guerra y el drama de los jóvenes soldados cuyos cadáveres flotaban entre las olas como «grises sacas hinchadas». Gellhorn había recibido de Hemingway, antes de su distanciamiento, un telegrama presentándole dos opciones: «¿Corresponsal de guerra o esposa en mi cama?». 

Escogió la primera.  

La historia de amor de la pareja se había forjado en el Hotel Florida de Madrid, durante la Guerra Civil española: hacían el amor por la noche y cubrían el conflicto por la mañana. O viceversa. Se casaron y vivieron una relación turbulenta. El Hemingway de la época, muy bien descrito en el documental sobre su vida que estos días emite Filmin, era un tipo imposible. Alcohólico y maltratador, exigía de sus mujeres adoración absoluta y la renuncia a su vida para entregarse a la misión de hacer la suya más cómoda. Pero en Gellhorn encuentra una mujer ferozmente libre que se refiere a su marido como “el otro”, se niega a supeditar sus sueños a las ambiciones de ningún hombre y, sin pretenderlo, se convierte en inspiración para futuras generaciones de reporteras. 

Incluso en la hora del adiós, en 1998, Gellhorn hizo las cosas a su manera. Ingirió una cápsula de cianuro en una habitación adornada con tulipanes, mientras escuchaba uno de sus audios favoritos. Hubo idiotas que titularon sus obituarios anunciando que había muerto la “tercera mujer de Hemingway”, a pesar de que Gellhorn se había ganado ser recordada por mucho más. Con ochenta y un años, cubrió su último conflicto: la invasión de Panamá. Una placa instalada en la fachada de su vivienda de Londres, en el 72 de Cadogan Square, hace justicia a lo que fue, contra editores paternalistas, maridos machistas y comandantes condescendientes. «Corresponsal de guerra», se puede leer. 

David Jiménez.

noviembre 26, 2022

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Ander Izagirre ›  


Apuntes para la triste autobiografía de un conferenciante de provincias, por Ander Izagirre

Hay dos factores que suelen arruinar la presentación de un libro: el sol (“vaya, qué pena, es que con el día tan bueno que hace, no se ha animado a venir nadie”) y la lluvia (“vaya, qué pena, es que con el día tan malo que hace, no se ha animado a venir nadie”). 

Hace quince años, en un sábado de nubes en su punto justo, conduje una hora y media desde San Sebastián hasta el Prepirineo navarro, subí un puerto revirado, bajé al fondo de un valle, crucé un bosque, subí otra carreterita construida por esclavos del franquismo en los años 40, bajé a otro valle, me colé por un desfiladero y llegué por fin al pueblo donde me habían convocado. Nada más bajarme del coche, dos mujeres me saludaron apuradas y me revelaron el tercer factor que suele arruinar las presentaciones: “Ay, mi chico, no sé si va a venir mucha gente: es que dan el Osasuna-Real Madrid por la tele”.

A mi charla sobre ‘Los sótanos del mundo’ asistieron aquellas dos mujeres y otras tres. Ningún hombre. En cualquier caso, las cinco representaban el 4,5% de la población censada en el pueblo: si yo alguna vez consiguiera atraer a esa extraordinaria proporción en mi ciudad, serían 8.235 personas y necesitaría alquilar la plaza de toros.

Hubo una época inverosímil en la que la caja de ahorros provincial pagaba generosamente a escritores, conferenciantes y demás vendedores de crecepelo para que soltáramos nuestras monsergas en cualquier pequeño pueblo que las solicitara. Algunos técnicos de cultura se desvivían por divulgar el acto con carteles y entrevistas en la radio comarcal; otros, como el dinero no salía de su presupuesto, pedían las charlas y se echaban a dormir. Literal: llegué a un pueblo de trescientos habitantes en lo alto de una montaña guipuzcoana, me encontré la casa de cultura cerrada, pregunté en el bar, el camarero me dio las llaves para que la abriera yo mismo y me indicó la casa del concejal: “Tú toca el timbre, que está echando la siesta, pero toca fuerte, sin apuro, que ese no se despierta ni con un terremoto”. Pulsé el timbre dos veces con timidez, luego otras tres con audacia creciente, espoleado por la alta misión que se me había encomendado como difusor de la cultura, y al final dejé el dedo apretando el timbre sin respiro, con escándalo, hasta que el concejal abrió la puerta bostezando y acariciándose las barbas amazónicas. “Ay, perdona”, me dijo. “Tú eres el de la charla del surf en Indonesia, ¿no?”. Entró al bar, arrancó a cuatro paisanos de su partida de mus, los arrastró a la casa de cultura y allí me puse a hablarles de los caravaneros de la sal en el Cuerno de África. 

(Pues mira, al final me hicieron un montón de preguntas. Alguna incluso relacionada con la charla).

Los caminos del conferenciante de provincias están jalonados de modestos desastres. Tres señoras vinieron a escucharme a un pueblo grande de la costa; nada más empezar, dos de ellas cuchichearon, se levantaron y se marcharon porque se habían equivocado de conferencia. La librería de una capital me pagó por ir a dar una charla a la que no asistió nadie; como a esa hora jugaba el acaparador equipo de fútbol de la ciudad, me ofrecí a volver cualquier otro día sin volver a cobrar y por supuesto nunca más me llamaron. Un señor me hizo el único comentario tras mi conmovedora conferencia sobre las familias mineras de Bolivia: “Para ser un viajero, tienes los pelos mejor de lo que me había imaginado”. 

Pero ninguno de estos fracasos desalentará jamás a los entusiastas responsables de comunicación de casas de cultura, editoriales y librerías, porque siempre encontrarán la manera de mostrar el acto en las redes sociales como un éxito de convocatoria: sacarán la foto justo detrás de las cinco o siete cabezas medio calvas de los únicos asistentes, recortando la desolación sahariana de las sillas vacías y sugiriendo así una sala abarrotada; o escribirán una versión maravillosamente editada de la realidad. No conozco ninguna tan habilidosa como la de aquella gran institución cultural vasca que organizó una mesa redonda en San Sebastián sobre la literatura de viajes. Acudieron cuatro conferenciantes, tres miembros de la organización y dos oyentes, solo dos oyentes: el difunto Txillardegi y yo. Al día siguiente, la web de la institución publicó una nota que terminaba con esta verdad impecable: “Entre los oyentes había escritores como Txillardegi y Ander Izagirre”.

Ander Izagirre.
noviembre 20, 2022

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Mierdasecas, por Lucía Pérez Oroz

Dentro de la jerga propia de cada grupo de amigos, los míos y yo acuñamos hace un tiempo el término “mierdaseca” para referirnos a aquellas personas que, por inseguridad, hacen las cosas con miedo, casi sufriendo, náugrafos en un mar de dudas. Por ejemplo: mierdaseca he sido yo toda la semana, tratando de encasquetar a un tercero la tarea de escribir este texto. Porque imaginad ser becaria en un lugar donde una de las tareas principales es juzgar textos ajenos y que te pidan escribir. Pues eso. Que me mato. 

El caso es que, en plena crisis, escuché una entrevista a Carla Simón en la que hablando del liderazgo femenino en el cine contaba que los equipos no están acostumbrados a encontrarse con alguien que les diga: “No lo sé”. Es decir, con alguien capaz de poner en cuestión su talento y experiencia para escuchar a las personas que le rodean. Alguien que duda y no tiene miedo a mostrarlo.

Sus palabras me hicieron recordar por qué mis amigos y yo nunca nos referimos al mierdasequismo como algo peyorativo. Porque ser un mierdaseca es una virtud, una inseguridad fundada, que tiene que ver con el miedo a cagarla cuando algo te importa mucho. Quieres hacerlo tanto que quieres hacerlo bien. Y se te hace bola. 

El otro día, Alberto nos pidió a Pablo y a mí una moneda en la oficina, para echar a cara o cruz una decisión a la que llevaban días dándole vueltas. Hoy hago tres meses en el K.O. y diría que una de mis cosas favoritas de este lugar es que no son nada amigos de la soberbia. Aquí son más de tirar hacia adelante con pocas certezas y mucha pasión. Porque respetan demasiado lo que hacen como para estar seguros de que lo hacen bien. O, como diríamos mis amigos y yo, porque son unos mierdasecas.

noviembre 13, 2022

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Impuntualidad ilustrada, por Pablo Maljean

El momento en que se entera uno de la tragedia se queda grabado en la memoria. Por eso se recuerda el bocata de atún y huevo duro que se comía el día en que se ha producido un suceso aparatoso y terrible, como la muerte de un famoso, la explosión de una bomba o el inicio de una guerra. El matiz de la reacción de un periodista en esos momentos varía, pero me gusta pensar que el primer impulso le lleva a condenar los actos, no por su crueldad e injusticia, sino porque le han pillado cinco minutos antes de terminar su jornada, a un puñado de pasos de rebajar sus niveles de urgencia y salir por las puertas de la redacción. Inmediatamente después, casi solapados en el tiempo, vendrían los pensamientos empáticos, pero siempre tras ese primer impulso egoísta.
Cuando supimos que Rusia había comenzado la invasión de Ucrania, contra
todos los pronósticos vertidos en la oficina los días anteriores, por supuesto que
pensamos en el desastre humanitario, nos extendimos en la incomprensión, nos
preocupamos. Pero nuestra mente rápidamente se ocupó de bajar el suceso a nuestro plano de la realidad, lejos de alarmas de bombardeos y centrales nucleares en disputa: “Tenemos pendiente el libro de Borja Lasheras sobre Ucrania. ¿Cómo va? Vamos a llegar tarde”.

En eso no nos equivocamos. Hemos llegado tarde. Se ha publicado ya tanto
que uno de nuestros reclamos comerciales ha sido “este no es como el resto de libros sobre Ucrania”. Y así con todo, y desde siempre. Y nos parece estupendo. Es el momento de derribar las connotaciones peyorativas de la impuntualidad. La editorial colecciona eslóganes muy por encima de sus posibilidades, pero podríamos añadir un “orgullosamente impuntuales”. Si estuviéramos tomando café semanalmente con Bob Woodward, Vivian Gornik o Lucy Sante, dando charlas sobre la crisis de los medios en universidades de piedra caliza, seguramente reivindicaríamos el periodismo lento. Pero no engañemos a nadie: nuestra realidad discurre más por semisótanos con poca luz y mucha cerveza. ¡Viva la impuntualidad ilustrada! 
Así que sigan con atención nuestro catálogo: les dirá en qué es el lo que deberían haber estado pensando hace ocho meses, cinco años o dos décadas.

PD: Como seguidores de esta filosofía hasta el extremo, hemos querido reactivar el blog de la web. Ahora que parece que Twitter amenaza con autodestruirse,
hemos pensado que el blog es una herramienta totalmente inexplorada a la que seguro le aguarda un gran futuro. Vamos, que llegamos tarde de nuevo.

PD2: Para predicar con el ejemplo esta columna fue entregada en la más estricta impuntualidad.
Pablo Maljean.