El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 14)

Tras escuchar a Leire leer en voz alta el mail de Alfredo Matilla, los autores reflexionaron sobre el destino de los libros que se habían quedado en el limbo cuando estalló la peste. Por si acaso, de Matilla; El largo invierno, de Patricia Cazón; El Analista, de Héctor Juanatey. Emilio entendía la extrañeza de esos autores: a él le había ocurrido lo mismo con Una dacha en el Golfo. Hablaron luego de otro tipo de proyectos frustrados por la peste. Los más obvios: las celebraciones de cumpleaños, las bodas, las ferias, y poco a poco fueron afinando con más colmillo: ¿cuántas separaciones de pareja no se habían podido llevar a cabo por el confinamiento? ¿Cuántos robos? La lista era infinita, y se entregaron a ella con glotonería narrativa. Ajustes de cuentas, añadió Emilio. Y luego se quedó pensando en una idea para un relato: dos hombres cuentan, en primera persona, en párrafos alternos, sus banales rutinas de confinamiento. El primero de ellos, A., dedica toda su energía  a imaginar en bucle, perfeccionando hasta los más nimios detalles, como será su primer día de libertad. El segundo narrador, Z., se lamenta por haber dejado a medias un jugosísimo proyecto con el que esperaba ganar mucho dinero. La naturaleza de ese trabajo no se desvela hasta la última línea del cuento. Cuando el gobierno declara el fin del confinamiento, Z. sale de casa, acude al portal del otro protagonista (que el lector reconoce fácilmente por descripciones anteriores), espera a que A. salga feliz y exultante, y le pega un tiro en la cabeza.

 

 —¿En qué piensas? — le preguntó Mar Padilla

— Nada— mintió Emilio— Bueno sí, pensaba en que, como futura autora del K.O., tú también deberías contar un cuento.

 

Y Mar Padilla empezó a hablar:

 

 PENSABA QUE ESTO ERA UNA AVENTURA
MAR PADILLA 
De cómo enloquecer con voluptuosidad

Ser actor debe ser desquiciante, piensa Alba mientras se sacude las cáscaras de pipas en su camiseta Trasher.  Yo no podría, murmura para sus adentros. Está viendo Quién ama a Gilbert Grape. Empieza a llorar, como deben llorar Johnny Deep, di Caprio y Juliette Lewis -cada uno en sus respectivos casoplones, sus criados cool y sus botellas de vino de Borgoña de mil euros-, siempre asombrados de poder mirar a los mismísimos ojos a su fulgurante juventud paseando por el paisaje de Iowa.

¿Cuántos años tendrá la Lewis? Busca el móvil y no lo encuentra. A veces cree que pierde el móvil aposta, para dejar de lado esa ansia que, como una polilla, la lleva hipnotizada a la luz de su Samsung. Bebe vino blanco barato para no fijarse en todo el dolor que hay ahí fuera. Esa perplejidad muda, entumecida. Ahora no trabaja. Come y ve la tele. Su menú es: lo que tenga la despensa, La Resistencia -el nombre del programa como un conjuro contra los malos augurios- y películas sin ton ni son.

Apaga la televisión. Ahora hojea Manaos, un libro de Alberto Vázquez Figueroa que va de cuatro caucheros fugitivos. Le costó dos euros en una de esas paradas de libros de segunda mano en el metro. Lo compró porque en la portada salían tres hombres y una mujer sonrientes, entre una cascada y el verdor del Amazonas detrás. Un aventurón, pensó, pero es un drama de indios huyendo de la esclavitud del caucho a fuerza de mordeduras de arañas negras, violaciones en masa, machetazos y diluvios de 40 días. El metro, piensa, y de golpe lo añora. Tanta gente lo considera deprimente.” Esos que se creen príncipes y princesas en su propio cuarto. La ciudad está llena de ellos”, dice en voz alta. Pero ella echa de menos el olor de la gente anónima, somnolienta pero lista para echarse de cabeza a un nuevo día.

Mejor no pensar en el mundo exterior. Coge la caja de galletas surtidas y devora cuatro chiquilín enanas de un plumazo. La caja es un dream team en el planeta de las galletas. Hay filipinos, dinosaurios de chocolate blanco, esos corazoncitos rellenos de azúcar que tanto gustaban a su abuela y esas galletas grandes rellenas de nata con el nombre de Artiach en mayúsculas. Como grabado a fuego. Vuelve a poner la tele. Es de noche aún, pero en un rato va a llegar la madrugada. Decide buscar el último programa de La Resistencia. Sale Jorge Ponce y explica un juego para entretener a la audiencia: “has de pensar nombres de películas y empiezas a relacionarlas con el cagar”, dice. “Por ejemplo, la lista de los Goya de este año viene que ni pintada:  Dolor y gloria, Lo que arde, El Hoyo...”.  A Alba le da un ataque de risa. Se le atraganta un filipino. Se levanta del sofá para golpearse a sí misma, como ha visto en tantas escenas en el cine. Qué susto. Casi se ahoga. Vuelve a mirar la pantalla. Ahora que no está para salir, estos de La Resistencia son su familia más cercana. Cuando mira a Ponce, adivina que de joven debió ser una pieza de mucho, mucho cuidado. Ve a David Broncano y es automático: piensa en Segura de la Sierra, el pueblo de su padre, en el agua fresca y el paisaje de parapentes en verano. Si se fija en Ricardo Castella recuerda su pasado heavy, como ella misma de adolescente, cuando Paranoid  de Black Sabbath era su himno. Si pone sus ojos en Grison, lo tiene clarísimo. Grison es Madrid en estado puro.

Alba vive en el barrio de Tetuán. Tiene 26 años y no comparte piso. Los 40 metros cuadrados son para ella sola, pero camina silenciosamente como si no quisiera molestar al aire, abriendo y cerrando los pomos de la puerta como una asesina. Tendría que ponerle remedio a esa manía, piensa mientras abre sigilosamente un cajón y se zampa el último trocito de chocolate que queda. “No te oigo respirar! A ver. Tú no respiras o qué?¿cómo consigues vivir?”, recuerda que le gritaba Claudia, su profesora italiana de Pilates durante las dos sesiones que aguantó sus órdenes. Un Mussolini con mallas. Esa era Claudia. Cambió de profesora y trató con Jenny, que era ecuatoriana. Las mallas le quedaban mejor y sus indicaciones eran más humanas. Un día que Isma -su novio de hace unos años- ganó un buen dinero extra, invitó a Alba a pasar la noche en el hotel Princesa.  A la mañana siguiente, al abrir la puerta al servicio de habitaciones, apareció Jenny con falda negra y camisa blanca y una bandeja que olía a café.  Se quedaron con la boca abierta, se sonrieron con timidez, y las dos giraron la mirada hacia la terraza con vistas al parque del Oeste, como en una aventura.   

Isma ya es historia, y no hay otro en el horizonte. Tampoco le queda mucho dinero. La oficina de la calle del Reloj, donde trabajaba de recepcionista hasta el último mes, lleva cerrada varias semanas y no saben cuándo volverá todo a rodar. Bebe lo que queda de la botella de vino y se traga dos ibuprofenos. “Me voy a dormir”, se dice, pero titubea y vuelve a poner la tele. Suena un rugido. Es el león de la Metro Goldwin Mayer. “Me quedo”, murmura.  Se oye una fanfarria desafinada.  Cantan  en italiano. Empieza El Decamerón de Pier Paolo Pasolini.  Un tipo está matando a pedradas a otro, y se lo lleva en un saco. Pero lo que llama la atención a Alba es el cielo madrugador, las copas de los árboles recortadas en un infinito naranja. Empieza un mercado. Hay animales, hay niños. Hay personas por todos lados. Hay polvo y sol. Los hombres, las mujeres, los adolescentes de todos los sexos –unos desdentados, otros no- , entre jarrones de jazmines y jarrones de vino se miran unos a otros sin prisa, con ojos sonrientes y brillantes. Es un mundo abierto, lleno de luz y peligro. Alba casi puede oler un limonero junto a un arroyo, y se fija en los labios rojos y mojados de un joven que bebe agua a borbotones. De repente se da cuenta de que no encuentra bien. Apaga la tele otra vez. Decide que va a irse a la cama. Pasa por el lavabo, y al levantar la cabeza tras lavarse los dientes se da con la esquina de la puerta de espejo en el armario. Gotea sangre. Observa el contraste del rojo en el blanco del suelo. Se cae. O ha resbalado, no lo sabe. Va a incorporarse para ir a coger el móvil en el comedor, pero está muy mareada.  Le viene un regusto dulzón, vomita un líquido parduzco y se desploma encima del charco de sangre.

Se despierta. Siente luz y calor. Se da cuenta de que está bajo el sol. Le cuesta moverse y anda como a ciegas. Se incorpora. Hay silencio de otro mundo. Hay moscas. Aspira el aire y al instante sabe que no muy lejos hay un pinar. Parpadea, y consigue abrir un poco los ojos. Se mira las piernas. Se asombra. Lleva una túnica deshilachada y con restos de un color parecido al violeta. “¿Qué es todo esto?”, dice en voz alta. No tiene frío. Abre más los ojos. Sus pies tienen uñas largas y sucias. Lleva sandalias de piel vieja. Se palpa el pelo y comprende que lo lleva recogido bajo un pañuelo roñoso. ¿Seguirá siendo morena? Se pregunta.

Mira alrededor. Abre la boca y la vuelve a cerrar. Está rodeada de robles, hay pájaros, y al respirar hondo la frescura del aire le hace toser. El pinar que ha olisqueado antes está a 200 metros. Casi da un salto. Este es un paisaje que ella conoce. Es el recodo del bosque que da al Camino Viejo. Si sigue su trazo llegará a Cercedilla –el pueblo de su madre, donde quiera que ella esté ahora- en un rato.

Tiene muchísima hambre y casi no tiene fuerzas. A lo lejos vislumbra una casa de piedra. Le llega un olor a leña quemada. También huele a pan. O ella lo imagina. Oye el balido de un rebaño. Aún anda lejos, pero sabe que tarde o temprano se van a cruzar. Aturdida, sin nada entre las manos, caminando sin pensar, mirando el prado. Se da cuenta de que está a punto de hacer un racimo de flores, pero piensa que es absurdo. Al fin, llegan las ovejas, compitiendo entre ellas a ver quién tiene la cara más estúpida.  Un pastor le saluda de lejos. “Buenos días nos dé Dios!!”, le grita. “Hola!!” Le responde ella sin pensar. Se asombra una vez más. El pastor se para, le sonríe. No tiene ningún diente. Luego pega un bastonazo, grita a las ovejas, prosigue su marcha y se pierde camino abajo.       

Bajo la sierra poderosa, blanca y verde, Cercedilla se ve a lo alto, pero ahora no le parece un pueblo, si no más bien una aldea. Aún está lejos. Al pasar junto a un cerco de animales vacío tropieza con una sandía casi podrida llena de hormigas. Se la lleva a la boca sin pensar. Sacia su sed, sacia un poco un hambre que no le parece de este mundo. Después se da cuenta de que en otro recodo del camino hay un pozo, y está segura de que hay agua fresca, pero ya no la necesita. Debe ser agua del arroyo de la Teja. Pasa un pequeño bosque de encinas y vislumbra lo que su madre llamaba el pajar de Teodoro. Pero ahí ahora no hay nada. De repente, tiene la certeza de que este es un paisaje de muchos siglos atrás.

Al fin llega junto a la casa de piedra. Es muy pequeña, de una humildad desarmante. En el quicio de la puerta aparece un hombre. Va vestido como un hortelano. Debe serlo, porque lleva aperos colgados en el hombro y sus manos parecen guantes de cuero. Pero no. Es su propia piel. A pesar de la suciedad de su cara, Alba se da cuenta de que es casi imberbe. “Qué joven es!”, piensa. Parece que está solo. Tiene una mirada cándida, casi desamparada. Hace un gesto con la cabeza y la saluda mientras se lleva a la boca llena de dientes grandes y blancos un bocado de pan y algo parecido a la panceta. Alba deja de mirar a los ojos del chico y observa la hogaza. Es enorme. El sol cegador, ya en lo alto, el olor de los pinares, la chimenea humeante, la promesa de un mendrugo de pan en las manos de este chico casi la hacen llorar de emoción.

No entiende qué le ha pasado. No sabe si ha enloquecido. Solo quiere entrar en esta casa decrépita, sentarse, acariciar a este tipo, y beber y comer aunque le cueste la vida. Alba señala el pan. Él se lo ofrece. Hace un sonido extraño. No habla. Sonríe divertido al ver los ojos como platos de ella sobre la panceta. Hace un gesto y con la mirada la invita a pasar a su casa. Ella va hacia él. La puerta está ya a dos pasos, junto a dos tinajas que le llegan por la cintura. Se da cuenta de que en el cinturón, a la altura de su robusto sexo,  el chico lleva una navaja grande y afilada. Está decidida. Va a entrar. Se gira para mirarlo a contraluz y decirle una nadería, y se da un golpe con el arco de la puerta, demasiado baja para una mujer del siglo XXI. Sangra otra vez, esta vez sobre la piedra negra. Se cae mientras vomita un líquido rojo. Es la sandía. Siente que va a perder el conocimiento. Dice en voz alta: “no me lo puedo creer”.   

De sopetón, lo entiende. Debe ser eso. De alguna forma, ha caído dentro de una aventura. Una comedia erótica con tintes de drama en Cercedilla. “No me estoy muriendo”, le susurra Alba al hortelano mientras la recoge del suelo y la acomoda en su regazo, entre su navaja y su sexo ahora erecto como un campanario. “No me estoy muriendo”, repite ella. “No me moriré! ¿cómo me voy a morir?”, grita. “Una parte de mí está en el patio de mi abuela en Segura de la Sierra, gateando en el suelo caliente de baldosas azules. Otra parte de mí está en por las calles de Madrid, la ciudad más hermosa del mundo. Y otra parte está ahora aquí, contigo, ya para siempre, en este mundo muerto y resplandeciente”, declama en un escenario de boñigas, moscas y amapolas. Él mira aterrado sus labios y nada dice. Tampoco la oye. El hortelano es mudo y es también sordo. Alba vuelve a mirar al chico. “Pensaba que esto era una aventura y era la vida”, murmura, mientras, ahora sí, se le cierran los ojos, pierde la consciencia y quién sabe si todo lo demás. 


Emilio Sánchez Mediavilla
Emilio Sánchez Mediavilla

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