Tras escuchar el cuento de Mar Padilla les entró un hambre prehistórico como el de la protagonista del relato ante la visión de la enorme hogaza de pan bajo el sol cegador. Antonio Agredano aspiró el olor a pino que entraba por la ventana abierta del salón y, viéndole ahí de pie, pletórico como un adolescente a punto de saltar al mar, se imaginaron a sí mismos a orillas del Mediterráneo un domingo de agosto con olor a Nivea. Agredano propuso hacer un gazpacho y animó al resto de escritores a ejercer de pinches en la cocina. Allí, sentados alrededor de una mesa llena de hortalizas, el portero cordobés les contó una receta en forma de cuento:
No se advierte, al alquilar un hidropedal, de lo que cansa. Se montan los gemelos, la costa se emborrona y, transcurrida media hora, el calor y el aburrimiento marchitan el veraniego entusiasmo. Los marineros improvisados son conscientes, entonces, de que la arena es una patria lejana. Da comienzo el retorno, pero los blandos timoneles no acarician la orilla, sino que tratan de atravesar las olas como Gravesen la línea defensiva. Obstinados y torpes, agreden las ondas calmadas, que esperan, pacientemente, su venganza de espuma. La navegación, aunque sea sobre navíos de plástico duro, es persuasiva. Sobre el hidropedal, por desgracia, no existen matices, sólo empellones enrojecidos sobre el mar. Nivea, Cruzcampo y miedo. Exilio de las toallas, retenidos por la corriente, ciclistas abisales engullidos por el pelotón.
En esas estaba Antonio Jesús. Sudado y encendido. Acariciándose los muslos, haciéndose crujir los huesos del cuello, resoplando como un lestrigón, un arañazo fresco sobre el horizonte. Pedaleaba y pedaleaba, se erguía como en el Alpe d'Huez, pero el cielo parecía abrazado a su espalda, impidiendo el avance; estático y melancólico, maillot desnudo, barcaza naranja, bañador tropical garantizando en su bolsillo la sequedad de un paquete de tabaco. Detrás de él ya se hundía la urna. Dentro, su madre. Quemada hasta desaparecer, casi. Cenizas a las cenizas. Tiempo al tiempo. Bronceador al bronceador, gambas a las gambas. Ya ahí donde quería estar, o cerca, bajando hasta el fondo, pesada y negra en su ataúd cilíndrico y desechable.
Allí, en su Mediterráneo malagueño. Donde una vez amó a un hombre que no era su padre. Antes de que la vida la sepultara con palazos de mansedumbre y vulgaridad. Antes de los hijos, el recibo de los muertos, el matrimonio, el chándal con zapatos de tacón y la hipoteca. Un verano, un verano abierto al mundo como una sandía rosicler y fresca sobre la mesa. Un verano de valgas, espetos y cucuruchos de pistacho. De forzado recato. Citas tras las tumbonas, cuando el sol se zambullía salvaje y colorado. Pezones de diamante. Sabor a Ducados. Penetraciones suaves. Las bragas echadas a un lado, cortina pringosa, catálogo del Venca. Ese amor del año 1970 que su madre guardaba en una carta en la lata de pastas danesas en un cajón del mueble bar. Y esta última voluntad, musitada apenas en la cama del hospital. “Antonio Jesús, échame en el mar”. Y allí ahora, compartiendo descanso final con tuppers varados, botellas de ron Almirante, esqueletos de sombrilla, peces pardos y sin nombre, bolsas del Pryca, corales de plástico. Tras la estela blanda del hidropedal.
Ayer, Antonio Jesús ofrecía medias noches y bombones a primos de los que no recordaba su nombre. Su tita Antoñita observaba en silencio desde la punta de un sofá. Sentada así, con esa levedad de vieja, apenas con un milímetro de cadera apoyada sobre el cojín. Como un búho deshuesado, mirando de un lado a otro de la habitación, apuntando mentalmente cada zapato, cada yema amarilla, cada sonrisa inapropiada. En el baño una nebulosa de cocaína indisimulada sobre el lavabo. Su hermana diciendo “otra” con la mano y él “sí” con la cabeza de una punta a otra del pasillo. Tanatorios, forzosos discopubs. Mano a mano, Margarita y él, como antes. Como cuando jóvenes. “Hermanita, que se nos ha ido mamá”, le dice Antonio Jesús a Margarita. Ella esnifa y se mira al espejo y luego a él atravesado en el reflejo y lloran mientras el moco se desliza labio abajo y una raya, blanca y hermosa, tendida como una novia que en la noche de su boda se quita los zapatos, espera su turulo, la consumación. “¿Qué hacemos con las cenizas? ¿Te dijo algo mamá?”, dice Margarita, con la voz gangosa de Arévalo por el berrinche y el engrudo picando garganta abajo. “¿Tú sabías que mamá tuvo un novio antes que papá?”, le dice Antonio Jesús. “¿Qué dices, maricón?”, pregunta Margarita, sin querer escuchar más respuesta. “Carlos. Un sevillano que veraneaba como ella en Benalmádena. Se conocieron en julio. Follaron en agosto. Se despidieron en septiembre. Se escribieron una carta en octubre. Y en noviembre ya cada uno tenía su nueva pareja, su futuro; papa, nosotros luego; y ahí quedó. Pero cómo tuvieron que ser aquellos polvos, que mamá me pidió en el hospital que le tirara las cenizas ahí en la playa aquella”, contaba Antonio Jesús mientras desliaba con dulzura la bolsita de plástico donde la droga. “Rocón”, dice ella. “Rocón”, dice él. “Madre mía, mamá, qué calladito se lo tenía. Yo pensaba echarla en el pueblo donde papá”, dice Margarita, acostando el DNI sobre la piedra, que se deshace con dificultad. “Pues no. Voy a cumplir. Mañana por la mañana tiro para la playa y ya veré”.
El hidropedal encalló en la orilla. Antonio Jesús saltó de él sin mirar atrás. Dejó en el asiento de copiloto la bolsa del Mercadona donde había llevado la urna de su madre. Cogió aire. Se encendió un cigarro. Miro al cielo, lanzó el humo como un insulto a dios, y buscó su toalla, escondida entre jaimas de domingo y pechugas nórdicas. Llamó a Moi pero no se lo cogió. El mar era un estercolero de luces y plata. Pensó en su madre joven entregada a Carlos. Imaginó a Carlos, moreno y delgado. Bello y antiguo. Un galán. Como un presentador de concurso. De brazos venosos y piernas finas. Tobillitos desnudos. Las clavículas marcadas como el manillar de un triciclo. Olor fuerte. Manos rugosas y jóvenes. Se excitó. Entendió a su madre, de repente. Deseó arder y volcar sus cenizas sobre el pecho de Carlos. De este Carlos imaginado. Se le envenenó la polla. Luego tuvo sed. Buscó el chiringuito. Llego dando saltitos como un gorrión. La Victoria le supo bien. Pidió otra. Se metió en el baño. Se hizo dos. Con sombra. Generosas. De las que se hacen para conquistar. Su dote. Salió y el sol le dio un beso en cada mejilla. “Déjate de cursiladas y hazme el amor”, pensó. Se deslizó entonces el sol por su pecho. Noto cómo le abrasaban los muslos y los huevos. Sería el cansancio del hidropedal. O la tristeza, enconada y única, tras abandonar en el mar a su madre. Sería el fantasma de Carlos. O la encarnación del sol buscando plan un domingo de terrazas y farlopa de calidad.
“Ya”, le dice Antonio Jesús a Margarita por teléfono. “¿Ya?”, contesta ella. Suenan sus sobrinos al fondo. Canciones de La Granja de Zenon. La batidora. “Está haciendo Luis un salmorejo”, dice ella. “¿Cómo estás?”, le pregunta a su hermano. “Bien. Raro. Cachondo, la verdad”, contesta. Y bebe más cerveza y nota amargura en la lengua porque chupó el carnet como un universitario en el día de su graduación. “Yo quiero tener un amor como el de mamá, Marga”, dice Antonio Jesús. Y siente un dolor capital en el esternón. “Mira tú. ¡Y yo!”, dice Margarita elevando la voz sobre el rumor infantil y la insistencia de su marido, que dice, se le entiende perfectamente al otro lado del teléfono: “pruébalo, Margarita, pruébalo”.
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Antonio Agredano es autor de En lo mudable
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Emilio Sánchez Mediavilla
Autor