El Dekomerón de Cercedilla (Capítulo 20)

Después de escuchar el relato de Raquel Peláez, se hizo el silencio en el salón de Cercedilla. No es una metáfora. Los confinados callaron durante varias noches seguidas porque llegaron a perder la esperanza de salir algún día de ese encierro. Hay momentos en los que el miedo y el desánimo vencen a la ficción, y eso es algo que los allí presentes, contadores de historias como eran, les costó asumir. ¿Y si los libros no fueran la salvación? Era una idea inquietante, pero de una solidez inapelable.

Del pueblo llegaron rumores de un posible final del confinamiento. El panadero, que se había acercado hasta la casa todas las semanas para dejarles víveres, les habló de un calendario de fases y franjas horarias que los autores no terminaron de comprender con toda la claridad que hubiesen deseado, pero que les sirvió para recuperar el ánimo y, mejor aún, para entretenerse con sofisticados problemas teóricos: por ejemplo, ¿un padre de 70 años puede ir en bici con su hijo a las 3 de la tarde acompañado por el perro mientras tira la basura? y cosas por el estilo.

Esa noche, Mónica G.Prieto se animó a contar una historia que llevaba varios días escribiendo en su cabeza.

"Es largo", avisó casi como una amenaza.

 

LA VENGANZA
MÓNICA G.PRIETO
De cómo el odio mata

 

Si alguien hubiera preguntado a Lalo por su vida, y si Lalo hubiera sido un hombre honesto, tendría que haber admitido que toda su biografía se había fundado en un odio absoluto, irracional y atávico hacia Esteban.

Sabía que su actitud no era normal, pero de igual modo comprendía que la debilidad que había marcado sus días era inconfesable. Si se ponía en la piel de sus amigos, cuando departían tras horas y horas de alcohol y tabaco en el bar o en cualquiera de sus domicilios, sabía que de hacer un repaso a sus acontecimientos vitales todos destacarían sus estudios, sus amantes, sus éxitos y sus fracasos, sus hijos, sus adquisiciones, sus experiencias y sus muertos, pero para el fornido obrero toda su existencia se había basado en la más profunda inquina hacia su ex jefe, ex padrino y actual vecino, el hombre que amargó los días de su padre y, por lo tanto, la persona más despreciable que cabía esperar en la tierra.

 Sus primeros recuerdos emergían ensombrecidos por la presencia de aquel hombre ya anciano, alto y adusto, moreno y unicejo, en apariencia afable, paternalista y orgulloso, que parecía esforzarse cada minuto por labrarse una imagen pública intachable.  Nunca confesaría que durante años le engañó con su actitud, tanto que Lalo aún sentía la punzada de la contradicción en algunas ocasiones en las que se sentía agotado, envejecido de tanto odiar. En aquellos momentos de debilidad, casi se podría decir que le guardaba estima, la misma que se destina a un tío lejano del que sólo se aprecia el cariño del roce familiar, porque su maldad es ignota. O mejor dicho, querría admitir que le apreciaba, pero sus genes se lo negaban.

Lalo había sido criado para detestar a ese hombre y no podía rehuir su destino.  Desde el día en que la silicosis le obligó a jubilarse del andamio con apenas 45 años, dedicó todas sus fuerzas a planear el asesinato perfecto. Un proyecto vital que le absorbía día y noche desde hacía una década y que le obligaba a documentarse sobre cada método, así como todos los flecos que debía rematar antes de dar por concluida su misión de forma exitosa. Porque, por encima del crimen, estaba la buena imagen de su familia: su esposa Ana, una mujer indecisa y temerosa que reverenciaba a su marido por órdenes de la Iglesia y mera costumbre social, y su hija Maribel, una brillante licenciada de Enfermería ajena a las emociones viscerales de su padre. Y tampoco quería acabar con sus huesos en un penal. Matar a alguien sin dejar ni rastro no era un trabajo fácil, ni siquiera para un criminal vocacional.

 Durante los primeros años tras su retiro, Lalo investigó lo suficiente para comprender que no podría llevar a cabo el asesinato en persona. El problema no sólo era el arma homicida —la herramienta representaba un reto para él, incapaz de decidirse— sino las múltiples derivaciones que se extraían de semejante acción. En primer lugar, su habitual torpeza le llevaba a pensar que dejaría pistas genéticas, aunque pusiera todo el cuidado posible en no hacerlo. El ADN era una variable incómoda, porque por mucho guante de látex y mucha redecilla en el pelo resultaba imposible controlar su rastro en la escena del crimen. Daba lo mismo que se deshiciera de las ropas o del arma del crimen —eso creía tenerlo resuelto— porque su rastro era incontrolable e invisible. Lo mismo ocurría con el lugar del crimen: era imposible cometerlo fuera de la localidad porque, desde que Esteban tuvo aquel amago de infarto, cumplidos los 70, hacía vida de puertas para adentro: sólo salía cada mañana al parque, para jugar al dominó con sus amigos, y los domingos para comer con toda su familia al completo en un restaurante cercano. Era imposible encontrarle solo, como lo era que nadie reparase en Lalo si osaba entrar en su portal, porque todos conocían su historia común. Ese era el tercer inconveniente: cualquiera del pueblo al que se le preguntara conocía la animadversión entre las familias de Esteban y Lalo desde que el padre de éste aún estaba vivo. La historia estaba tan enraizada en el vecindario que formaba parte de la tradición local. Si la guardia civil se encontraba frente al cadáver de Esteban, un empresario acaudalado que podía acumular enemigos, el primer sospechoso en el que pensaría sería en Lalo, que apenas vivía dos bloques más allá, a tan poca distancia que, si ambos se asomaban a la ventana al mismo tiempo, podían verse las caras.

            Lalo llegó a pensar en contratar a un mercenario, y sólo su proverbial torpeza le hizo descartar la idea. Si él conseguía no dejar rastros de la comunicación con el asesino y lograba que nadie más les vinculase, sería el encargado de matar a Esteban quien -seguro- cometería algún error. Lalo era tan consciente de sus aptitudes como de sus ineptitudes, pero era muy consciente de que si no confiaba en sí mismo para una tarea, no podía confiar en nadie. En un interrogatorio, cualquier asesino a sueldo cantaría a la primera para minimizar su pena. Y no estaba dispuesto a fundirse la jubilación en una celda, ahora que podía dedicarla a fundirse cada céntimo en la tasca del pueblo y vivir sin angustias ni lujos su vida de jubilado prematuro, disfrutando de una vida resuelta ensombrecida solamente por su némesis.

 

 

Cuando a España llegaron las primeras noticias de la pandemia, Lalo había comenzado a resignarse ante la idea de convivir con el monstruo. Su verdadero hobby era planear el crimen de su vida, y le resultaba tan fascinante y satisfactorio que merecía dedicarle unos años más, aunque las posibilidades de éxito fueran escasas. Al fin y al cabo, su ira y su propio cerebro, que se rebelaba ante cada intento de olvido, eran los únicos escollos a la hora de desarrollar una existencia placentera, ya que Esteban nunca se relacionaba con la familia e incluso le evitaba en las calles del pueblo. Jamás coincidían —ambos ponían de su parte— y apenas preguntaban el uno por el otro.

Esteban había sido el mejor amigo de su padre, Luis, desde que ambos eran unos chavales. Cuando terminaron los estudios secundarios, los dos empezaron a trabajar de peones en la empresa de construcción del padre de Esteban. Luis disfrutaba de esa vida sin ambiciones: podía pagarse las copas, calentar sus primeras peleas e invitar a las primeras muchachas que nutrirían su lista de amantes. A Esteban, en cambio, los líos sentimentales le ahuyentaban: él era un hombre casero, que disfrutaba de la estabilidad más que de la aventura, pero habría hecho cualquier cosa por su amigo Luis, lo más parecido a un hermano que le había ofrecido la vida.

            Las cosas degeneraron cuando Luis dejó embarazada a una de esas amigas, Lola, una morena arrebatadora que había compartido aula con los dos amigos durante años.

Lola contaba que Luis le respondió con un portazo en plena cara cuando acudió a su casa a contarle que tenía un retraso en la menstruación. Y tenía razón: el muchacho entró en pánico, puso fin a su relación y acto seguido buscó refugio en Esteban, quien no pudo evitar escandalizarse por el problema al que se enfrentaban gracias a la irresponsabilidad de Luis, porque él era parte de su vida y no podía desentenderse de sus dilemas; más bien al contrario, asumía que parte de su labor como amigo consistía en ayudarle. Así que decidió mediar ante Lola para buscar una solución consensuada, y lo terminaría logrando de la forma más insospechada. De las interminables tardes de desahogo en el parque, charlas eternas en las que ella vomitaba sus sentimientos y lloraba furiosa de despecho, surgió un amor sincero que derivó en un compromiso formal. Ella no sólo le ofrecía pasión: también una familia y la estabilidad con la que siempre había soñado; él, a cambio, criaría al niño como si fuera suyo, librándola de la mácula del embarazo indeseado.

            Cuando se lo dijo, Luis no supo se cómo reaccionar. Porque no lo sabía. No estaba dispuesto a sacrificar su juventud por un polvo rápido, y aunque siempre se había sentido atraído por Lola, no quería entregarle su libertad sin haber hecho un buen uso de ella. Y por supuesto, no estaba preparado para criar a un niño. Ni siquiera sabía si quería seguir viviendo en aquel pueblo, aunque tampoco aspiraba a más. Sin estudios, sin padrinos y sin dinero, Luis intuía que la vida nunca le ofrecería mucho más que aquella morena de ojos vivaces y labios carnosos, pero querría que hubiera sido su opción, no un embarazo de penalti. Así que, finalmente, agradeció a Esteban que le liberase de la carga de la paternidad no buscada y le estrechó entre sus brazos con un nudo en el estómago que presagiaba que las cosas nunca volverían a ser iguales para ambos.

            No lo fueron. La boda de Esteban y Lola fue tan jodidamente perfecta -palomas blancas, trajes inmaculados, el mejor restaurante del municipio y hasta una orquesta de Madrid que quemó cuerdas y gargantas hasta el alba- como lo sería su relación de pareja y su familia de película. Se querían y lo demostraban, en público y en privado, en una especie de amor encadenado que se retroalimentaba y crecía exponencialmente a medida que se incrementaba la prole -al primogénito, Arturo, le seguirían dos niñas-   y pasaban los años. Su devoción era proporcionalmente inversa a la que lograba sentir Luis por nadie a medida que se hacía mayor. Los escarceos le mantuvieron entretenido durante varios años, pero cuando cumplió 28 era un hombre consumido por el alcohol, el juego y la envidia que había acumulado contra su ex mejor amigo. En su soledad macerada en ginebra, Luis remodeló su pasado a su antojo para evitarse reproches y encajar un puzle en el que Esteban era el único e ingente obstáculo hacia su felicidad. Esteban el perfecto, Esteban el elegido, Esteban el privilegiado, el hombre que había nacido con un pan debajo del brazo, el patrón que abusaba de sus peones sin mancharse en las obras, el niñato que acaramelaba a las novias despechadas para humillar a otros, el robahijos que pretendía ser alabado en su inconmensurable bondad. El amor fraternal que les unía degeneró en un odio atávico y secreto que sólo se podía intuir, pero nunca verbalizar.

            Aunque Luis no se atrevía a escupir su veneno en público, Esteban comprendió pronto que su amistad se había corrompido, pero no supo abandonar a su mejor amigo del colegio. Cuando heredó el negocio de su padre, le contrató de forma indefinida sabiendo que su calidad profesional no lo merecía, confiando en que al menos la seguridad económica le hiciera centrarse, pero aquellos pequeños gestos sólo aumentaban la inquina del obrero, convencido de que lo hacía para seguir agraviándole. Su hijo Arturo, criado por Esteban, era el doloroso recordatorio diario de todo aquello que podría haber tenido, aunque Luis se cuidaba mucho de exteriorizar ningún sentimiento hacia el crío, dado que le beneficiaba que nadie en el pueblo intuyera siquiera quién era su verdadero padre.

Cuando cumplió 30 años, y aconsejado por su amigo, Luis decidió casarse con una secretaria de la constructora, joven y atractiva, a la que no amaba. Lo consideró un mero trámite obligatorio en su madurez y una suerte de divertimento con el que pretendía emular a Esteban, pero la relación entre Luis e Inés, como se llamaba la secretaria, se agotó antes de que naciese su único hijo, Gonzalo, al que todos apodarían Lalo.

            Luis pasaría el resto de sus días -hasta su muerte, un ictus pocos días antes de su jubilación- envidiando a Esteban e inculcando ese odio en Lalo, su proyecto personal de venganza. El pequeño era un cuaderno en blanco donde reescribir la historia, donde inyectar sus vulnerabilidades, sus traumas y sus ambiciones, con la esperanza de que su hijo -a quien despreciaba por su inseguridad innata- hiciera acopio del valor que él jamás albergó y le hiciera el trabajo sucio de acabar con aquella rémora que le arrebató su felicidad y su vida.

 

 

La suya fue toda una vida dedicada a la inquina y a la venganza frustrada ahora por la maldita pandemia que había confinado a miles de millones de personas. Al principio, la noticia le desbordó: en su cálculo mental, una cuarentena de puertas para adentro implicaba no volver a pisar el bar y la mera idea de convivir con su mujer le generaba sudor frío. A medida que los muertos comenzaron a contarse por cientos, la magnitud de la tragedia transformó sus inquietudes: su conexión a Internet le permitía dedicar más horas que nunca a estudiar, reformular y perfeccionar el asesinato ideal mientras su mujer permanecía en otra habitación, y el suministro de alcohol estaba garantizado en los supermercados. Con Ana llevaba años sin mantener más que conversaciones intrascendentes, casi de cortesía, y no le resultaba necesario mejorar la relación pero cada vez que ambos se sentaban a comer, frente al televisor que destinaba su programación casi completa al coronavirus, se generaba un diálogo casi inadvertido en el que ambos verbalizaban su asombro por el evento más inesperado y mortífero de sus días.

Como le ocurrió al resto de españoles, la fascinación por el coronavirus comenzó a devorar horas y horas de lectura, radio y televisión al día. Asocial por naturaleza salvo por sus incursiones al bar, jamás habría pensado en participar en un acto comunitario —nunca había pisado una reunión de vecinos, una obligación asignada a su mujer que ésta consideraba un entretenimiento—, pero la pandemia le sumergió en un estado de colectivismo impropio de su mal carácter, así que comenzó a salir tímidamente al balcón a las ocho de la tarde, sin mayor pretensión y sin cruzar la mirada con aquellos vecinos enardecidos que encontraban apoyo y fuerza en la tribu asomada a las balaustradas. Sólo se fijaba en uno de ellos: el rostro parsimonioso y contrariado de Esteban, reinventado en múltiples y nuevas poses que le granjearían el apoyo del barrio: la de persona de riesgo, por su edad, y la de benefactor del barrio, ya que su familia aprovechaba sus propias salidas al supermercado para hacer la compra a todos los ancianos que lo necesitaran. Y Lalo fruncía el ceño y apretaba los labios en una mueca que sólo parecía adivinar su esposa, disgustada por el odio que albergaba el hombre con el que compartía la vida.

Una de las primeras tardes de ovaciones y vivas, sus vecinos, aquellos con quienes apenas cruzaba miradas ordinariamente, gritaron entre vivas su apellido: el homenaje a los sanitarios se encarnaba en la figura de su hija, cuya labor y cercanía en el centro de salud era muy apreciada por todos. Sin quererlo, de forma indirecta e inconsciente, Lalo descubrió una insospechada aportación que le llenó de un orgullo que jamás había percibido con anterioridad. Y sintió una comunión excepcional, inaudita, con la misma sociedad a la que repudiaba. Le habían permitido entrar en el selecto club de la gente respetable. Esa misma noche, su hija Maribel regresó a casa cariacontecida: la dirección de Salud había dictado su traslado al Hospital Universitario para reforzar la gestión del Covid-19. Ella se sentía aliviada y motivada por la oportunidad, pero la joven tenía miedo de contagiar a sus padres.

— Yo pondré yo las normas, y no quiero que discutáis. Yo misma pondré mi ropa y calzado en la lavadora después de cada jornada laboral. Y hasta que no me duche después, no os tocaré. Y por favor, no entréis en mi cuarto y mucho menos en mi baño: yo me encargaré de la limpieza de todo. No podemos asumir riesgos.

Lalo aprobó la idea con un gesto de la cabeza, pero su mente estaba ya muy lejos del salón. A medida que Maribel hablaba, se había iluminado una minúscula, casi imperceptible bombilla en lo más recóndito de su cerebro. La pandemia le ofrecía una oportunidad soñada para rematar su misión vital que no podía desperdiciar, porque nunca sabría si habría una posibilidad mejor. Arriesgada, pero brillante. Sería un asesinato jodidamente perfecto, porque el sospechoso habitual era el enemigo público número uno y todos, toda la Humanidad, conocía su nombre. Y así se sorprendió buceando mentalmente en busca de fórmulas para contagiar a Esteban, que con 75 años ya era población de riesgo, con el virus que cada día su hija pudiera llevar de regreso a casa adherido a su ser. Poco a poco, una sórdida sonrisa iluminó su rostro: ya tenía una ocupación a la que destinar la cuarentena.

 

 

Como era un hombre paciente, Lalo dedicó la primera semana a estudiar el comportamiento de su hija al regresar del trabajo. Su hija se levantaba con el alba y se marchaba temprano al hospital, para regresar antes de la cena, con el rostro desfigurado por el equipo de seguridad y una expresión de desconcierto y puro agotamiento. Cuando ambos oían la llave penetrar en la cerradura, se encerraban silenciosamente en el salón. La mesa estaba puesta, a la espera de que su hija pudiera acompañarlos, y ambos consumían aquellos minutos sin mirarse a la cara. Ana temía descubrir en Lalo el intrínseco terror que padecía ante el sufrimiento y el potencial riesgo de Maribel. Lalo sólo tenía miedo de que su mujer leyera en su mente su fatídico plan.

Maribel, por su parte, entraba rápidamente en su baño: allí se quitaba toda la ropa y la introducía en una bolsa de plástico que cerraba con extremo cuidado, tirando de las cintas, y depositándola en su cuarto. Arrojaba la mascarilla quirúrgica y los guantes a la papelera y la cerraba, anudando los extremos de la bolsa para deshacerse de ellos personalmente al día siguiente: prefería no mezclar aquella basura con los desechos domésticos. Después se metía en la ducha y lloraba de impotencia durante 20 largos minutos, bajo un chorro de agua casi hirviendo que le dejaba ronchas rojas en su espalda. Aquellos minutos se convertían en su ceremonia de resurrección, en su transición desde el infierno del hospital hasta la normalidad de su hogar. Una vez que se secaba el pelo, cogía la bolsa de la ropa y la depositaba en el interior de la lavadora, a alta temperatura, antes de entrar en el salón y besar a sus cariacontecidos padres, tratando de reconfortarles.

El plan de Lalo tenía que salir de aquel espacio, de aquella tierra hostil en la que se habían convertido las dependencias de su hija. Los primeros días, cuando Maribel se alejaba en su coche rumbo al hospital, el obrero aprovechaba las incursiones a la panadería y el supermercado de Ana para examinar el dormitorio y buscar puntos flacos. Pero no había nada. Su hija se comportaba como un maldito espía, borrando huellas tras de sí. Resignado, terminaba cerrando la puerta de un portazo y buceando por los medios y las redes sociales en busca de resquicios. Sólo veía una posibilidad: robar una prenda de ropa de la bolsa con sumo cuidado antes de que entrara en contacto con el agua caliente, pero sería injustificable. ¿Cómo hacerlo sin que ella se diera cuenta?

A medida que leía y leía, se le iban ocurriendo otras estrategias: la imagen de dos enfermeras chinas rapándose el pelo para no contagiar a sus familiares alimentó otra posibilidad. ¿Y si le cortaba un mechón antes de que se duchase? ¿Cómo lo conseguiría, dado que su ritual implicaba lavarse meticulosamente antes de la cena? ¿Y qué le garantizaba que estuviera infectado? Su propia seguridad también le preocupaba, dado que no tenía el valor de los suicidas. Imaginaba que llevar guantes le protegería del contacto con el virus, y asumió que cuando llegase el momento debería llevarlos a mano. Pero todo ello requeriría mucha paciencia. La única forma de llevar a cabo el crimen perfecto era esperar a que su hija bajara las defensas. Lalo sólo interrumpía sus indagaciones a la hora de las comidas y antes de caer el sol, para sumarse a un aplauso que le producía cierto resquemor pero que, a estas alturas, ya formaba parte de su estrategia criminal porque en él radicaba parte de su invulnerabilidad. Nadie sospecharía de una familia heroica y mártir de la sanidad pública, capaz de tener a su única hija en la primera línea de frente. Y eso incluía a los parientes de Esteban, aquella familia idílica que se pavoneaba en la ornamentada barandilla del ático de su edificio cada tarde a las 20.00 en punto. Cada noche, Esteban y Lalo se desafiaban en silencio con la mirada, uno a la defensiva y otro al ataque, y cada noche quedaban en tablas. Y cada noche, Maribel llegaba un poco más cansada de las interminables jornadas en el hospital, más huraña y menos comunicativa.

Su padre vigilaba, invisible, su agotamiento y sus cambios de humor, buscando un resquicio que le permitiera aprovecharse. Lo logró una noche, cuando la joven llegó a casa tambaleándose, sosteniendo a duras penas la bolsa con su uniforme y su equipo de seguridad. Maribel sufría un ataque de ansiedad que trataba de ocultar a sus padres, así que cerró tras de sí la puerta de su cuarto y se echó en la cama a llorar de forma desconsolada. Demasiadas horas, demasiados casos, demasiados cadáveres y demasiada impotencia. Su madre se acercó y llamó sigilosa con los nudillos, y la voz de su hija se impuso, quebrada. “Mamá, no quiero cenar, no me encuentro bien. Por favor, dejadme descansar”. Ana se retiró suavemente y regresó al salón, donde Lalo veía un interminable noticiero.

—La niña no está bien, Lalo. Deberíamos hacer algo —dijo.

—¿Y qué quieres que hagamos? ¿Cómo debería estar? Déjala que se tranquilice, mujer, y guárdale la cena en el horno para que pueda calentarla cuando quiera.

—Dice que no quiere cenar. ¿Crees que deberíamos llevársela a su cuarto, si no viene?

Lalo lo pensó unos segundos.

—Pues sí, deberíamos, porque necesita recobrar fuerzas. Esperemos un rato, y si no viene se la llevaremos.

Una hora después, Ana había dispuesto la carne estofada con un trozo de pan y un platillo con fruta y flan en una bandeja. Secundada por su marido, ambos se acercaron a la puerta pero, en lugar de llamar, Lalo susurró.

—Maribel, hija, ¿estás bien? Te hemos traído la cena. Debes comer algo.

Pero la joven no emitió ningún sonido. Ana abrió mucho los ojos, como animando a su marido a hacer algo, dado que ella tenía las manos ocupadas. Y Lalo vio una oportunidad única para actuar. Rezando porque la bolsa de ropa no hubiera acabado en el baño, empujó suavemente el picaporte e introdujo la cabeza por la habitación.

—Está dormida. Anda, mujer, pasa y deja la cena en la mesa, para que al menos pueda comer cuando despierte —dijo abriendo la puerta para permitirle entrar. Mientras Ana entraba nerviosa, él revisó rápidamente la habitación. De una bolsa de basura de color azul sobresalía algo de ropa, entre otras prendas, una mascarilla. Le sorprendió porque pensaba que el material era desechable, más allá del uniforme de trabajo, pero no estaba dispuesto a renunciar a la que podía ser su última posibilidad. La agarró y la introdujo en el bolsillo del pantalón sin apenas pensarlo. Mientras, Ana se acercaba al rostro hinchado de su hija y amagaba con acariciarle la piel cuando Lalo la agarró del brazo.

—Vamos, mujer. No la despiertes —dijo alejándola de la cama.

Y con su arma homicida en el bolsillo, regresó al salón sumido en un estado de felicidad próximo al éxtasis. Aquella noche, mientras las mujeres dormían, él pergeñó los detalles. Su idea era colocar la mascarilla, perfectamente estirada, en uno de los paquetes de 20 unidades que Maribel les había llevado al principio de la pandemia y “donarla” a la familia de Esteban, que seguro estaba necesitada de equipos de protección. Para ello, pretendía usar a uno de sus ahijados, el hijo de un compañero de andamio que vivía en la primera planta del edificio de su némesis. Sería tan fácil como coincidir con él en una de las contadas visitas a la calle y pedirle que la llevara en nombre de su hija, dado que el chico no tenía muchas luces y estaba acostumbrado a recibir órdenes. Pero ¿y si no funcionaba? Su hija no tenía síntomas pero era lógico pensar que estando en contacto con enfermos, tenía que estar en contacto con el virus. Así que decidió no apostar todo a la misma carta. En medio de la madrugada, con sigilo, se acercó a la puerta del dormitorio de Maribel y pegó el oído a su puerta: sólo escuchaba su profunda respiración. Giró el picaporte y entró sigiloso. Maribel no había cambiado ni siquiera de postura respecto a la noche anterior. Lalo sacó una pequeña tijera, la misma que usaba para recortarse la barba, y con extrema delicadeza le cortó un mechón. Tras guardarlo en una pequeña bolsa hermética, no pudo evitar acariciar a su hija. Su rostro demacrado le enterneció como no le había sucedido desde que era una cría.

 Dedicó la noche a colocar su sorpresa en la caja, y al día siguiente puso su plan en marcha. Maribel no trabajaba —tras 20 días de jornadas seguidas, sus jefes le habían pedido que descansara para recuperar fuerzas— y Ana no quería desperdiciar aquellas horas con su hija. Necesitaba ayudarla, reconfortarla como cuando era niña, y también necesitaba distanciarse un poco de la actitud arisca de su marido que ensombrecía con sus arranques de mal humor sus días de confinamiento.

—Lalo, hoy te toca a ti ir a comprar pan. Yo quiero pasar el día con mi niña. Para un día que nos la dejan... —dijo.

Lalo se quejó para no faltar a sus costumbres. Que si por qué no comían sin pan, que si la calle era un foco de infección... pero finalmente cedió a regañadientes. Entró en su cuarto, se vistió con parsimonia ocultando el paquete de mascarillas en el bolsillo de la chaqueta y salió de casa rumbo a la panadería. Como esperaba, su ahijado estaba en la cola.

—Hombre Ramón. Cómo va eso…

—Pues ya sabes, bien confinados. Pero con tal de no pillar el bicho, pues aguantaremos, ya sabes…

—Mira, mi hija me ha traído del hospital mascarillas, y sabiendo cómo está la cosa, pensó en que los de Esteban las podrían necesitar. Ya sabes, está muy mayor. ¿Te importa dejarles el paquete en la puerta? Pero no les digas quién se las envía, ya sabes que no tengo buena relación con ellos.

—Hombre, qué detallazo. Claro que sí, dámelas. Me alegra que esta crisis te esté reblandeciendo —murmuró con satisfacción.

Lalo dibujó una sonrisa bovina en su cara y siguió con la conversación irrelevante hasta comprar el pan. Después regresó a su casa, henchido de orgullo y de excitación. Contaba con que la familia asignara las mascarillas al patriarca. Aquella noche, cuando la ovación volvió a estallar en las calles, salió al balcón y observó con profunda satisfacción que Esteban salía a aplaudir con mascarilla. Y por primera vez en mucho tiempo, se encomendó a  los dioses para rogar que fuera la primera del paquete, aquella que con tanto cuidado se había procurado. Durmió con una paz inaudita y soñó con su padre, Luis, bendiciéndole desde el más allá.

A partir de entonces, su vida fue una carrera contra el tiempo. Su impaciencia por observar resultados tuvo su recompensa días después, cuando Esteban dejó de aparecer en el balcón. Al día siguiente, Ana regresó del supermercado con la noticia que llevaba años esperando recibir. Esteban había sido ingresado, infectado por el virus. El pueblo entero se preguntaba cómo podía haberse contagiado, pero dado que el enemigo invisible era todopoderoso, era cuestión de tiempo que alcanzara el barrio. A Lalo le costaba contener sus emociones. Maribel les confirmó por la noche que Esteban había sido ingresado y que su estado era grave. Eran las mejores noticias que podía recibir Lalo. Sin embargo, su emoción se fue disolviendo a medida que pasaban los días. La satisfacción de la venganza no era la panacea que esperaba, pero al menos había cumplido el último deseo de su padre antes de morir. El sí estaría orgulloso de Lalo.

Una semana después, antes de la comida, un enorme revuelo se formó en el barrio. Los gritos y vítores de sus vecinos le forzaron a asomarse al balcón, y desde allí contempló a Esteban salir de un coche, acompañado de sus hijos, y saludar como un torero victorioso que acaba de rematar la faena. Los residentes rompieron en aplausos, para celebrar la vuelta a la vida de quien ya intuían que sería el mártir local del coronavirus. Lalo, demudado, salió a la barandilla seguido por su mujer, para asistir a la resurrección de su némesis con la boca desencajada. Y un violento arranque de tos hizo que las miradas se volvieran hacia él.

Ana dio un paso hacia atrás, de forma inconsciente.

—Lalo, ¿te encuentras bien? —pronunció antes de que el obrero volviera a atascarse en otro ataque de tos.

—No. Llama a Maribel —acertó a decir, antes de que el pánico se apoderase de su mente de criminal frustrado. Lalo miró a Esteban, de pie junto al coche que le devolvía a la vida. Y creyó ver una sonrisa sardónica en sus labios.


Emilio Sánchez Mediavilla
Emilio Sánchez Mediavilla

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