Hace años, cuando nos llegaba a casa un libro recién salido de imprenta, nos poníamos tan contentos que pasábamos la mañana ideando bodegones caseros con los que presentar el libro en sociedad, es decir, en redes sociales. Los azulejos de la cocina, el gato Tótem, los ovillos de lana de mi abuela, un viejo calendario, una baraja de cartas, un gorro de chulapo, un cuchillo clavado sobre una madera de cortar, el ajedrezado en forma de ameba del armario empotrado del cuarto del fondo, el muñeco de un marinero con pipa comprado en Hamburgo. Toda la casa era un taller a disposición de Libros del K.O., incluidos los carros de la compra con los que pasábamos las mañanas en la oficina de correos: yo me aburría tanto en esas colas que me imaginaba que estaba en una garita de frontera entre Georgia y Armenia. Nunca le he preguntado a mis socios por sus fantasías en correos. Editamos juntos, pero hay que saber guardar las distancias.
Era la época en la que aún rematábamos los libros con un colofón, generalmente escrito en esa fase de delirio que precede al envío final de un texto a imprenta: “este libro terminó de imprimirse…” seguido de un mensaje entre hermético y gozoso, con muchos guiños de consumo interno y frases que se podían leer como gritos de liberación. Como no podíamos bajarnos juntos a tomarnos una copa —porque casi siempre hemos estado desperdigados en varios continentes—, nos bebíamos un colofón por mail de madrugada. Una forma pueril, luego fabulosa, de celebrar nuestros libros.
Luego dejamos de escribir colofones.
Luego dejamos de hacer bodegones.
Nos malacostumbramos a lo asombroso: hacer libros.
Dice Bea Gondar, el supuesto filántropo, que su demanda es un aviso a navegantes. Estamos de acuerdo. Gracias a su aviso, hemos recordado de golpe muchos de los placeres que habíamos olvidado por el camino: las fronteras armenias, los colofones de madrugada y los #BodegonesdelKO.
Gracias, Bea Gondar, por hacernos recuperar el placer infantil de hacer libros.
Seguimos.
Emilio Sánchez Mediavilla
Autor